Opinión

Ser académico universitario no es miel sobre hojuelas

Las transformaciones sociales, la irrupción tecnológica y los efectos persistentes de la pandemia de COVID-19 -especialmente sobre la salud mental-, han hecho que la docencia universitaria, lejos de ser un ejercicio de vocación pura, se convierta en una misión plagada de obstáculos que desafían la resistencia física y mental del docente, y le exigen el máximo de resiliencia. Como diría nuestro pueblo: no es comida de trompudo. 

El aula universitaria, tradicionalmente concebida como un espacio de conocimiento y reflexión, afronta hoy una encrucijada que obliga a los docentes a adaptarse asiduamente.  Los retos que enfrentamos los docentes universitarios en Costa Rica -y en gran parte del mundo- no son meros inconvenientes. 

Para empezar, los estudiantes que hoy llenan nuestras aulas tienen un perfil único que dista de lo que fuimos en nuestra época de estudiantes, o de cuando empezamos en la docencia; especialmente si nuestra edad supera los 40 años. Hoy, los estudiantes son nativos digitales, acostumbrados a la inmediatez y la interacción constante, dando supremo valor a las experiencias de aprendizaje: buscan innovación, relevancia y, sobre todo, conexión emocional con los temas que estudian. Eso sumado a sus muy dispares historias y, por ende, formas de ver la vida. Para la mayoría de los docentes, esta realidad representa un enorme desafío.

No hay duda de que la brecha generacional entre los profesores y sus estudiantes no es solo tecnológica, sino también conceptual. Los jóvenes de hoy privilegian la flexibilidad y la personalización; mientras, los docentes universitarios, formados en esquemas más rígidos, nos vemos obligados a reinventar nuestra praxis educativa. Esto exige tiempo, esfuerzo y, en muchos casos, recursos tecnológicos que las universidades no siempre proveen; aunque, a razón de ajustarnos a la realidad, es posible que, si la proveen, no estemos en la completa capacidad para adoptarla y adaptarla a nuestra forma de mediar el proceso de enseñanza-aprendizaje. Este alejamiento entre las expectativas estudiantiles y las herramientas disponibles afecta tanto la calidad del aprendizaje como la relación docente-estudiante.

Por si fuera poco, la omnipresencia de los dispositivos móviles y las redes sociales son elementos que definen la cotidianidad de la enseñanza universitaria en la actualidad: inundan cada espacio y están presentes a cada momento. Estas herramientas, que podrían enriquecer el aprendizaje, más bien se convierten en distractores que dificultan la concentración en cualquier espacio de enseñanza: aula, laboratorio o gira; más aún cuando si las clases se ofrecen mediante plataformas virtuales. No es raro observar a estudiantes revisando sus teléfonos durante la clase o, peor aún, usando la tecnología para evadir el aprendizaje profundo. Ante esto, los docentes enfrentamos una múltiple encrucijada: ¿prohibimos el uso de dispositivos en el aula, los integramos como herramientas educativas, o nos hacemos desentendemos de ello y hacemos como que no están ahí? Cada estrategia tiene sus complicaciones, especialmente cuando no existe una política institucional clara sobre el tema. 

Por otro lado, el impacto de la pandemia de COVID-19 nos golpeó muy fuerte, y lo sigue haciendo. Durante los meses más críticos, los docentes universitarios debimos asumir la carga adicional de adaptar nuestras lecciones, laboratorios y prácticas al entorno virtual en un tiempo récord, atender a estudiantes que también lidiaban con la incertidumbre y, en muchos casos, hacerlo mientras enfrentábamos nuestras propias pérdidas personales y los desafíos a nuestra salud mental que, no en pocos casos, mermó nuestra salud física también. Todo ello, en medio de la sensación de incertidumbre de si estábamos logrando los resultados académicos mínimos necesarios deseables. 

A pesar de que hemos regresado a lo que se ha denominado una normalidad prepandemia, sus efectos psicológicos persisten. Los niveles de estrés, ansiedad y agotamiento –burnout– entre los docentes son alarmantes. En mi caso, y el de no pocos colegas, el gasto de bolsillo en medicamentos contra la gastritis, colitis, contracturas musculares, ansiolíticos y las visitas al médico, el psicoterapeuta o al fisioterapeuta se incrementaron sustancialmente. 

Sumemos a esto la creciente demanda de atención emocional por parte de los estudiantes, quienes también han visto afectada su salud mental. Los docentes, sin formación alguna para atender estas necesidades ni recursos institucionales adecuados, nos encontramos haciendo malabares entre ser educadores, consejeros y, en algunos casos, figuras de apoyo emocional. No ha faltado la ocasión en que profesor, por querer hacer una gracia, hace un sapo, como diría mi madre. 

Junto a lo anterior, los profesores universitarios tenemos una realidad que muy pocos conocen: la docencia es solo una parte del trabajo; el resto está compuesto por un entramado de responsabilidades administrativas que crecen sin cesar. Informes, reuniones, formularios, procesos de acreditación y un sinfín de tareas burocráticas ocupan gran parte de nuestro tiempo, robando horas valiosas que podríamos destinar a la preparación de lecciones, el acompañamiento de estudiantes, la investigación, o el trabajo con las comunidades (extensión y proyección social).

En este contexto, la investigación y la extensión -dos pilares fundamentales de la universidad pública costarricense- pasan a un segundo plano. Los docentes que logramos avanzar en estas áreas lo hacemos a costa del sacrificio del tiempo personal, que nos expone a un agotamiento extremo. Si bien es cierto que el burnout entre los académicos universitarios no es un tema nuevo, sí es verdad que se ha agravado en los últimos años. La combinación de exigencias académicas, cargas administrativas, demandas estudiantiles y el deterioro de la salud mental ha creado un ambiente que, para muchos, resulta insostenible.

Debemos enfrentar jornadas laborales excesivas, la mayoría de las veces, sin reconocimiento institucional -y de la misma ciudadanía-. En lugar de valorar nuestro esfuerzo, el sistema parece diseñado para exigir más con menos recursos: un círculo vicioso que afecta la calidad de la enseñanza por un agotamiento que afecta negativamente a los estudiantes y perpetúa el problema. Resulta perentorio, entonces, tomar medidas que alivien la carga de los académicos universitarios para mejorar nuestra calidad de vida.  

Indudablemente, las universidades deben simplificar procesos burocráticos mediante la digitalización -expedita y amigable- y delegar tareas no académicas a personal administrativo capacitado. Junto a ello, invertir en programas de salud mental, las jornadas de autocuidado y las políticas de prevención del «burnout»: no son un lujo, sino una necesidad. Además, la capacitación y formación continua para adaptarse a los raudos cambios tecnológicos, y las formas y necesidades pedagógicas de las nuevas generaciones debe ser una tarea insoslayable, pero con condiciones de real aprovechamiento y no como una carga adicional que más bien contribuya con el agotamiento. Está más que demostrado que trabajar en equipo para proyectos de investigación y extensión alivia la carga individual y mejora los resultados. Finalmente, un sistema de incentivos, sean económicos o profesionales, que valoren nuestro trabajo contribuiría a reducir el desgaste y mejorar la motivación.

Si deseamos una educación universitaria que continúe siendo pilar del desarrollo nacional, se debe cuidar a quienes hacemos posible esa labor. Si bien su éxito depende de la dedicación y el compromiso de los académicos, se deben ofrecer las condiciones mínimas necesarias para que nuestras universidades sigan siendo espacios de excelencia y transformación social. El reto no es solo para las instituciones educativas, sino para la sociedad costarricense en general.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido