El 9 de agosto del presente año, con motivo del Día Internacional de los Pueblos Indígenas, el Decanato de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica publicó un contundente pronunciamiento titulado La persistente violación de los derechos de los pueblos indígenas costarricenses. Quisiera antes que nada introducir en este punto una breve acotación, por cuanto convendría dejar claro que la calificación de pueblos indígenas costarricenses debería considerarse como oxímoron o imposición, por la sencilla razón de que la asignación de la nacionalidad respectiva debería obedecer en conciencia a razones estrictamente geográficas y no de pertenencia nacional. (Similarmente cuando se habla coloquialmente de pueblos indígenas guatemaltecos, peruanos o ecuatorianos). Es decir, el pueblo indígena bribri no es propiamente costarricense, sino que está en el país de Costa Rica.
En un reciente artículo publicado en Semanario UNIVERSIDAD (Edición 2340) firmado por Javier Montezuma, este se presenta a sí mismo como de nacionalidad Ngäbe, habitante del territorio indígena de Altos de San Antonio. Sostiene Javier que “los Ngäbes-Buglé somos una nación, un pueblo, que por imposición de la colonia hemos sido divididos y hoy estamos tanto en Panamá como en Costa Rica” (la cursiva no pertenece al original).
Volviendo al pronunciamiento en cuestión, los autores reconocen un marco institucional de violencia e impunidad contra los pueblos indígenas. Comienzan su argumento detallando, con indisimulada vergüenza los hechos lamentables acontecidos precisamente un 9 de agosto, diez años atrás en la Asamblea Legislativa, cuando las autoridades desalojaron por la fuerza a grupos de líderes y lideresas indígenas (suceso al que se le conoce desde entonces como “la arrastrada”). Los incómodos “amotinados” solicitaban en ese momento la presencia de las autoridades legislativas para la votación del proyecto de Ley de Desarrollo Autónomo de los Pueblos Indígenas (al día de hoy no se ha votado).
En otro orden de cosas, los académicos lamentan la imposición estatal de las Asociaciones de Desarrollo Indígena (ADI), instrumento claramente incongruente con el derecho a la Autonomía establecido en el Convenio 169 de la OIT, y que, según ellos, la Sala Constitucional ha interpretado y aplicado de diferentes formas. Esta realidad se puede comprobar en una reciente sentencia de la Sala IV en contra de la ADI de Ujarrás y es motivo de análisis en el artículo publicado por este servidor en este semanario (Edición 2340).
En este pronunciamiento los autores llegan a la fatal conclusión de que los sucesos relacionados con la usurpación de tierras y, que desembocaron en los asesinatos de dos líderes comunitarios (a pesar de que se encontraban bajo la supuesta protección de las medidas cautelares ordenadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA) no son hechos aislados, sino que evidencian un problema histórico y estructural: “una perversa articulación de raigambre colonial, que persiste en la institucionalidad y en todos los poderes de la República”. Finalmente, denuncian la inacción e inoperancia estatal y exigen responsabilidades directas a las autoridades tanto políticas como técnicas, legislativas, ejecutivas y judiciales, a quienes plantean de forma vehemente un conjunto de políticas y medidas urgentes.
Sin embargo, su implacable dedo acusador obvia señalar, por descuido o soberbia, a las propias autoridades académicas y, además, en ese detallado desglose de mandatos (todos ellos absolutamente irreprochables) no incluyen una sola medida de tipo educativo que esté bajo su responsabilidad directa o indirecta. Como quien es plenamente sabedor de tener sus deberes hechos, limpios y presentables. La realidad, a su pesar, parece desmentir esa aparente seguridad o desdén. Sin entrar en excesivos rigorismos cabe preguntarse, ¿en qué medida, señores académicos, las instituciones de educación superior han incorporado la cultura, las lenguas, las prácticas ancestrales de los pueblos indígenas y afrodescendientes en sus planes curriculares?
A diferencia de Costa Rica, gran parte de los países de América Latina cuentan con universidades interculturales. En lo que respecta a los países vecinos, en Nicaragua existe la Uraccan, fundada en 1992, cuya población estudiantil proviene principalmente de los pueblos indígenas (miskitos, sumus, mayangas y ramas) y afrodescendientes (creoles y garífunas). En Panamá se imparte la licenciatura en Educación Bilingüe Intercultural, surgida a partir del convenio entre el pueblo guna y la Universidad Especializada de las Américas, y cuyo plan curricular fue diseñado por un grupo de trabajo conformado por sabios ancestrales y docentes gunas.
En el libro titulado Educación Superior y Pueblos Indígenas y Afrodescendientes en América Latina (2019) editado por el especialista Daniel Mato, la exigua experiencia de Costa Rica es expuesta por las profesoras de la UNED, Xinia Zúñiga y Sofía Chacón. Argumentan las autoras que el currículo educativo de primaria y secundaria es único y homogéneo para toda la población, situación que se mantiene en la educación superior con programas de formación que desconocen los aportes y visiones de los pueblos indígenas. Lamentan explícitamente la ausencia en el país de una política educativa indígena e intercultural.
Resulta por tanto difícilmente justificable y razonablemente reprobable que un pronunciamiento proveniente de autoridades académicas dedicado a la sistemática violación de los derechos indígenas obvie mencionar los derechos educativos. La comunidad educativa en algún momento debería reaccionar y revertir esta realidad, la cual, además de ser marcadamente injusta y discriminatoria contra los pueblos indígenas y afrodescendientes que habitan en Costa Rica, también empobrece culturalmente al resto de la población del país.