Opinión

Salir de la cama

Salir de la cama por la mañana: la expulsión del paraíso, el eternamente reeditado trauma del alumbramiento. Un pequeño drama personal que, con diversas variantes y matices siempre cambiantes, tenemos que enfrentar todos los días de nuestras vidas. Saga, epopeya que no por consuetudinaria deja de constituir uno de los peores suplicios del rutinario avatar humano.

En primer lugar, el apocalíptico fragor del reloj despertador. El siniestro ulular de las sirenas de guerra, las fanfarrias de los bronces exhortando a los soldados a inmolarse en el campo de batalla, las trompetas del Juicio Final convocando a todos los muertos ante la presencia del Pantocrator no causaría un sobresalto mayor. Mientras que durante la deliciosa antesala del sueño nuestros pensamientos se deslizan insensiblemente hacia el limbo de la inconsciencia, el chillido del reloj despertador es, en cambio, un brutal golpe de hacha sobre la trama sutil de nuestros sueños. La naturaleza humana requiere transiciones, como sobradamente lo prueban las grandes obras de arte: la transición es el secreto de toda buena narrativa, y es también lo que imbrica y articula las diversas secciones de una sinfonía.  Pero no hay posibilidad alguna de transición entre el sueño y la vigilia cuando a dos palmos de nuestra cabeza un pequeño y maligno alicrejo atisba implacable nuestro reposo, a la espera no más del momento exacto para tronchar las oníricas visiones en que nos encontrábamos inmersos. No es un mero autómata: es un pequeño e insidioso demonio atrapado en su cárcel de engranajes y agujas. Es nuestro enemigo natural: actúa con sadismo y crueldad. Debería ser denunciado ante la ONU por crímenes de lesa humanidad.

Viene luego la lucha denodada por arrancarnos a la maravillosa topografía de las almohadas y las cobijas, con sus tibios valles, sus blandas colinas, sus aterciopeladas grutas y ensenadas que nos retienen y embelesan con la irresistible seducción de un filtro de amor.  Es  nuestro propio cuerpo, el que ha cavado, como un maravilloso bajorrelieve, la orografía de nuestro lecho.  Los proyectos que con tanto ímpetu forjáramos el día anterior parecen de pronto vaciados de toda significación. “Satán, sabio alquimista, derrite mientras dormimos el recio metal de nuestra voluntad” —nos advierte Baudelaire—.

Si el reloj despertador constituye el primer sobresalto del día, contemplar la pavorosa asimetría de nuestro rostro en el espejo nos sume de golpe en no menor consternación. Acomodarnos la cara por las mañanas constituye, a buen seguro, uno de los más heroicos actos de autoaceptación de que somos capaces. Las arrugas del sueño han transformado mi cara en algo parecido a un mapa hidrográfico. Sea. Que la realidad siga humillándome, de todas formas, nunca he alimentado veleidades de galán de matiné.

La siguiente etapa de la épica jornada del despertar consiste en enfrentar el estrépito y la violencia de la ducha, que nos acribilla con sus miríadas de líquidos proyectiles. Una lluvia de fríos puñales se abate sobre nuestra espalda. Y claro: hay que contar con la traicionera barra de jabón, que siempre resbala para caer sobre el dedito meñique de algún pie.

Por alguna razón que la ciencia no ha logrado aún elucidar, la ducha suele incitar al canto y el pensamiento, sabrá Dios cuántas arias de ópera y sistemas filosóficos han surgido de entre las perfumadas, vaporosas volutas de la ducha.  Fue precisamente aquí donde se me ocurrió hace unos días escribir el artículo que usted, paciente lector, tiene en este momento en sus manos. Me dije: ¿cuál podría ser la forma de conferir algún significado a esta mecánica, estéril sucesión de actos rituales, de sacar partido artístico de este tránsito doloroso entre el sueño creador de imágenes y la más banal y prosaica vigilia? Y de inmediato tomé la resolución de narrar mi suplicio.

Y mientras me disfrazaba como todos los días para el gran baile de máscaras de la comedia humana, decidí que aquella misma noche confiaría al papel mis impresiones, en la secreta esperanza de suscitar la tácita solidaridad de algunos de mis lectores (“Escribimos para saber que no estamos solos”, decía Sábato).

Al repetirse, al día siguiente, el tedio de la consabida secuencia matinal, me sentí en cierto modo reconciliado con la vida. Llegué incluso a sonreír a mi viejo amigo el reloj. Ya no era el despiadado talador de mis sueños en flor: ahora era el personaje de uno de mis textos y como tal me resultaba imposible no amarlo. Escribir es siempre exorcizar fantasmas. De alguna manera había logrado poetizar esos mismos actos que la mañana anterior me abrumaban aún con toda su intolerable crudeza. Por medio de la palabra había logrado apoderarme de la realidad, purgándola así de su letal ponzoña.

Aun las vivencias dotadas de menos poesía intrínseca pueden ser materia prima de primer orden para ese alquimista de la belleza que es el escritor. El reloj, las cobijas, el espejo, la ducha y toda la odiosa parafernalia matutina habían sido redimidos de su propia fealdad, y formaban ya parte de mi universo poético. Porque la esencia de la literatura es precisamente esa: embellecer, ennoblecer y, por ende, transformar la realidad.

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