Opinión

Ruptura: la gran tragedia democrática

Atravesamos por la ruptura inocultable del sistema republicano costarricense.

Atravesamos por la ruptura inocultable del sistema republicano costarricense. Ni más ni menos.

La economía media rota, la justicia muy rota y la política, desde hace rato, absolutamente rota.

Ese es el encuadre que signan los derroteros por los que habrán de transitar los “paisajistas políticos”, que pretendan figurar con un mínimo de realismo, el bicentenario de la “independencia”. Lo demás, terminará siendo ornamento.

En consecuencia, detraigo cualquier esfuerzo ilustrativo que se desembarace y no se obligue, éticamente, a tensar las brochas; figurando un atardecer allí donde sería una sinverguenzada, fingir un amanecer.

Incluso, el panorama más realista alcanza para redondear un horizonte con amenaza de tormenta, como los de “a pie” presagiamos, al otear nuestro enralecido horizonte común.

Posiblemente, ese esfuerzo figurativo será más creíble, en tanto, con brocha gorda y paleta de colores oxidados, emerjan barriadas tugurientas trepando como la hiedra por las montañas vallecentrinas. Por lo demás, otro recordatorio vergonzante de ese antimodelo excluyente es aquel que también nos legó costas y llanuras tan abandonadas como ociosas, o cuencas envenenadas y cárceles desbordadas que, penosamente, a casi nadie le importan. Ni qué decir del paralelo y concausa insoslayable de ese inflacionismo punitivo: los colegios semidesérticos, las fábricas desocupadas y las parcelas incultas.

Tan triste cuadro quedaría incompleto, si los “artistas” que lo figuran terminan menospreciando las marchas callejeras pertinaces. Esas que no son otra cosa que recidiva de dolencias sociales, enquistadas y metastásicas. Protestas que, si se miran bien, han de recordarnos la opacidad y el ensimismamiento del poder público, en un país aldeano en lo político y progresivamente esnob en lo cultural.

Dimensiónese esta afirmación, considerando que la consecuencia última de semejante ruptura sistémica, cobra, a esta altura de nuestro subdesarrollo, el cariz inesquivable de una suerte de tragedia democrática, signada, primordialmente, por la ruptura de la confianza ciudadana. Deriva altamente peligrosa que, tarde o temprano, redundara en la incredulidad supina y el subsecuente drama, del “todos contra todos”.

En parte por eso, justamente, hoy nadie cree en la política. O con mejor puntería, debería precisarse: ¡ya nadie le cree a los políticos!

De tal suerte que, como intermediarios entre el soberano y el poder, dichos agentes encarnen la sospecha y personifiquen la desconfianza. Y eso es trágico. Nada cómico.

Imperativo reconocer, desde ese solio común, que nos entramparon en ese barrial tóxico en que convirtieron la política. Y así nos llevaron por la sombra, palmeándonos la espalda cuatrienalmente, hasta la rivera de tan peligrosa crisis democrática, que supone la deslegitimación palmaria de quienes nos des-gobiernan.

Crisis y tragedia, por demás peligrosa, desde que, en la génesis de la democracia, la idea original era, muy por el contrario, que los políticos se crecieran, haciendo las veces de líderes, guías esclarecidos, dibujantes de mejores paisajes, diseñadores edilicios, en fin: constructores de estructuras institucionales sólidas sobre las que asentar la confianza ciudadana. Elemento, este último, del que abreva la coexistencia civil pacífica (Spinoza).

De ahí, posiblemente, que Platón sugiriera que el mejor político sería siempre, aquel que no buscara serlo.

Sin embargo, nos rodearon los políticos rentistas y se tomaron el poder por asalto. Esos que orbitan en torno a la política, como los zopilotes a la podredumbre, esperando consuetudinariamente, su chance. Cuan oportunistas contumaces, siempre a la espera del descuido social o la anomia sobreviniente en toda comunidad política inculta que, por antonomasia, se apoltrona, luciendo descuidada y desatenta.

La gran tragedia nacional que supone la mediocridad patente, cobra especial relevancia, cuando reparamos en que semejante vicio suele pasar desapercibido, hasta que sus efectos nocivos rebalsan la paciencia ciudadana. Lo que supone una doble tragedia: el mal propiamente (la mediocridad) y su concausa (la ignorancia).

Y es que mientras los estadistas y líderes natos insistan en jugar a las escondidas con esta ciudadanía maltratada -que tanto los necesita  en esta larga crisis de parálisis y postración política-, es claro que seguirán cediéndole la conducción del Estado, y de paso, el curso de nuestra historia patria, a una caterva de periodistas mediocres y prebendales, así como a sus mandaderos ministeriales y sus recaderos diputadiles.

Asistimos a la tragedia pública que supone la resiliencia de políticos sin alma ni personalidad, que insisten en limitarse comodonamente, a interpretar como sus recetarios personales o planes de vuelo, aquellos editoriales que consuetudinariamente terminan suplantando sus agendas oficiales.

Y lo más triste. Lo que realmente da pena ajena. Es que su mansedumbre, pone a la vez en evidencia, su prioridad máxima a su paso por la función pública: evitar cualquier movimiento telúrico debajo de sus “parqueos públicos” cuatrienales.

Volantas de turno parroquiales encabezan este país desde que el electorado se resignó.

Aquí ya no encumbramos políticos decididos. De esos afines a navegar a contramarcha de las pérfidas mareas de la costumbre y los pestilentes intereses creados por los mandos medios y una caterva de plutócratas para los que nunca será demasiado.

¿A quién le importa si es católico o cristiano, gay o straight, sindicalista o empresario, rico o pobre? Lo que debería importar, realmente, es si es culto o no, valiente o no, emprendedor o no. En síntesis, líder o no, honesto o no, transparente o no.

Pero resulta que torcimos la criba pública, buscando ángeles fingidos. Resumiendo así, con absurda estulticia, la discusión pública, a nimiedades tales como: si tiene hijos por fuera, divorcios o concubina. Que si perfuma y mide sus palabras o habla “en lenguas”. Que si se engomina el copete o pide caballos prestados para topes de pueblo. Que si se almidona la camisa o solo el espíritu. Que si besa infantes y usa enjuague bucal. Que si visita a la Negrita o se persigna hincado para que lo vean, mientras se anestesia el alma al resucitar cadáveres políticos recurriendo a la respiración artificial que proporcionan ciertas embajadas y juntas directivas, desde tiempos inmemoriales.

Esas son -muy a mi pesar y sin que podamos conjurarlo- las disquisiciones que colonizan cansinamente la discusión política nacional y local, si nos atrevemos a rasgar el manto de opacidad que cubre las campañas electorales, para dejar entrar algo de luz.

No advirtiéndose con frecuencia, que el desnivel de las discusiones electorales presagia, aquí y allá, pero además, con bastante exactitud, lo que después terminará siendo el ejercicio del poder.

Una campaña política mediocre, centrada pendularmente entre el matrimonio gay y el culto, nos previno sobre un oficialismo entregado a los parches, la distracción y el disimulo. Manipulable, además. Asistimos al desborde. A la pérdida de límites y vergüenza. En resumen: a la ruptura del sistema.

A los mediocres ya no les caben más “pifias”, improvisaciones ni postergaciones.

Simplemente, ya no pueden seguir barriendo sus inmundicias y desaciertos, debajo de la alfombra. Y ello simplemente, porque allí ya no les cabe ni un alfiler.

Lo único bueno de todo esto es que toda ruptura anuncia la venida de un nuevo orden. Y así como no hay parto sin dolor, tampoco habrá patria mejor, impunemente.

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