Poco tiempo después de haber aterrizado en el aeropuerto El Coco, a finales de 1966, mi primera impresión fue la de haber llegado a un país demócrata y pacífico como entonces yo también creía que era Chile. Eran los tiempos del Estado benefactor y el mundo se tranquilizaba, pero yo venía de la Alemania Federal donde todavía había edificios bombardeados durante la Segunda Guerra Mundial que tenían un gran letrero: Achtung!, advirtiendo que era mejor cruzar a la otra acera. En esa Europa, que el plan Marshall todavía no levantaba de sus ruinas, yo tenía que ir a los baños públicos para ducharme. Fueron tres años de intensa lección sobre el rigor de la Historia que al sumar las acciones humanas les da un sentido y las vuelve comprensibles.
Así, pues, en Costa Rica me preguntaba ¿hasta cuándo va a durar esta Suiza que se cree diferente al resto de Centroamérica? En los años setenta, con fuertes movimientos insurreccionales en la región, advertí las primeras grandes ronchas de la corrupción que antes parecían piquetes de mosquitos. “Antes robaban pero algo nos dejaban”, decía la gente. ¿Más corruptos que soldados? ¿Cuándo comenzó la corrupción o siempre había existido? Mis andanzas por los archivos me dijeron que desde los tiempos coloniales robar es una práctica del Estado. Pero hoy el comején se multiplica y devora los pilares de la institucionalidad que nos sostiene.
¿Qué va a pasar ahora? ¿Las víctimas se conformarán con botar basura en los jardines de la Casa Presidencial? La inquietud es nacional y ya la ultraderecha se organiza derramando su idea única en las redes sociales… (Sus ataques, por ahora verbales, a la marcha de la diversidad sexual no son morales, son políticos).
Si la negación de la realidad y el nacionalismo ingenuo nos condujeron hasta donde estamos, lo menos que podemos hacer es aceptar que Costa Rica ha cambiado y no hay vuelta atrás. El hermanitico ha sido sepultado junto con el país demócrata y feliz, vienen tiempos de mucho miedo y violencia. ¿Estaremos a la altura de las circunstancias?