Lo sabe. Se sabe compuesto por la nada, sin embargo, se permite perder todo pudor, no importándole la obvia ausencia, con tal de llevar a fin una diatriba de carácter personal. Esto dice más de su psique, por lo menos atribulada, que de la pretendida magnanimidad de sus actos.
Como al rey desnudo, de Andersen, la creciente tensión acerca de un hecho elemental provocó una vorágine que pretendía probar el estupor del otro, pero solo dejó una estela de hipocresía: nadie, salvo el más cándido del reino, se atrevía a verbalizar tal obviedad.
Lo relaciono con una metaverdad que se incorpora en la retórica de la colectividad, este cuento me hace pensar que hay quienes han creído que la incapacidad palmaria del no hacer, radica en una premeditada obstaculización, haciendo de todo el andamiaje institucional el enemigo.
Se instaura que la razón por la que el avance y el desarrollo nos es elusivo, es porque la institucionalidad democrática no lo permite. Este proceder modal es harto conocido, recientemente se instituyó la idea de que los servidores públicos, por ejemplo, eran los culpables del letargo fiscal de nuestro país (y de todos los males conocidos), como resultado una reacción de lo más perniciosa trajo como secuela una ley de antihuelgas abrasiva, una regla fiscalista que ha limitado la ejecutividad programática en los sectores más sensibles de nuestra sociedad y una ley de empleo público que trajo consigo una larga lista de inequidades horizontales que hoy lamentamos.
El enemigo de turno resulta ahora el ente Contralor. Ésta es una institución (o al menos la idea que le concibió) que se conoce desde el siglo XVI y sobre la marcha ha ido adquiriendo sofisticación en sus funciones, de manera tal que hoy se urde con la democracia de manera indisociable.
Realiza control fiscal y de legalidad de forma apriorística, con carácter vinculante en los aspectos que le son de su competencia, de manera que la administración no incurra en actos que, de continuar con un curso desaparejado del derecho, pueden redundar en daños irreparables para todas las personas.
Sucede que el derecho marca los umbrales de la actuación de todos, al menos en eso hemos consentido tácitamente para la conservación del Estado. Es decir, cuando una actuación comporta vicios, éstos se pueden corregir en el marco del derecho mismo, o como decía de Tocqueville: los problemas de la democracia se resuelven con más democracia.
Aquí las obviedades empiezan a resultar insoportables: el proyecto de ley que se pretende someter referendo tiene, en pocas palabras, las siguientes intenciones: quitar la capacidad del ente contralor para realizar análisis de legalidad, quitarle la obligación de realizar recomendaciones vinculantes de previo y dejar sus productos en meras recomendaciones, fulminar la capacidad cautelar de dichos hallazgos, impidiéndole detener el curso de actuaciones que no se ajustan a derecho.
Adicionalmente crea un procedimiento ecléctico y ornitorríntico que pretende forzar una interpretación (que hoy es diáfana) acerca de las diferencias entre el carácter financiero y operativo de los arrendamientos.
Los grandes proyectos de infraestructura, con un poco de pericia técnica y algo más de voluntad, pueden llevarse adelante sin que ello signifique contorsionar las reglas existentes. Y si toda la carga de intencionalidad fuera poca, las limitaciones temáticas acerca de las consideraciones que pueden ser susceptibles de consulta de la generalidad de la población, ya fueron dirimidas: ahí está la resolución de 2016 de la Sala Constitucional número 015958 en la que se menciona que las prerrogativas del ente contralor fueron dadas por el constituyente del 49, lo cual, aunado al carácter no regresivo de la enmienda, da cuenta que las transformaciones pretendidas no pueden venir en detrimento su carácter funcional.
Y si esto no es suficiente, es sabido que para la consulta popular ya no alcanza el tiempo.
Tanto hay que hacer, o que lo digan quienes, al margen de toda acción, sienten todos los días el peso sistémico de una montura que les es agresiva, que les empuja y les vulnera. Y esto es bien sabido.
El rey sabe que se pasea desnudo. Su castrado entorno le repite lo delícadísimo de sus invisibles prendas. Lo incorporan a su ánimo. Otros lo repiten lo que replica el megáfono.
Los fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, los estafadores, dice Andersen, pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar.
¡Pero si no lleva nada! Dijo un niño. Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
