Opinión

Pssst pssst, Millennials: soy yo, el viejo “encuarentenado”

Mi deseo es que tomen conciencia de que serán usted y su generación, los que tomarán las riendas de ese cambio; la mía ya tiene muy arrugado el pellejo para estos trotes

Ah, hola, me alegra que me atendiera y no pasara indiferente a mi llamado, como se ha hecho costumbre. Estoy aquí, como todo costarricense responsable, pasando la cuarentena en mi oficinita de profesor pensionado, acompañado de mis libros y de este chunche con el que le escribo. Espero tenga un chancecito de leerme, en estos días de poco hacer.

Acabo de escuchar una canción muy linda que interpretó Juan Manuel Serrat, desde su casa en Barcelona, para todos los que como él respetamos la cuarentena. Entonces recordé que él y yo por lo menos tenemos una cosa en común: somos modelo 1943, él de diciembre y yo de julio. Ambos éramos igualmente dos güilas cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, por eso pasamos nuestra niñez y juventud en el mundo de la postguerra. Él soportaba la dictadura de Franco y yo, a pesar de ser de familia mariachi, sobreviví el 48 con alguno que otro sobresalto, pero mi padre trabajaba en lo suyo y ya era bastante.

Pero, ¿por qué te traigo a cuento todo esto? Sencillamente porque nos tocó vivir en una época impresionante. Aquí, en Costa Rica, jugamos trompo, bolitas de vidrio, fuimos a pozas, cafetales y mejengueamos en plazas de pueblo y en La Sabana. Somos una generación que hasta finales de los 70 trató de seguir los pasos de la de nuestros padres, para hacer una sociedad más justa y más libre. Aquí, desde 1940, se había creado Estado Social de Derecho, o el Estado Benefactor, como lo han llamado sus detractores liberales.

Sí, mis compañeros de escuela y colegio vimos cómo se desarrolló la Universidad de Costa Rica, que luego con su Lucem Aspicio nos abrió las puertas al mundo del conocimiento, camino al que después se unieron el TEC, la UNA, la UNED. También crecimos con la Caja, el ICE, el INS, el Código de Trabajo, el INVU, obras de una generación que creó una sociedad distinta, sino totalmente equitativa y sin pobreza. Sí, más justa, menos egoísta, en la que la riqueza estaba menos desigualmente repartida, menos ególatra y más humana.

Nos gloriábamos de que el hijo del pobre y del rico se encontraban en las aulas del colegio público y sino en las de la Universidad. Los enfermos, sin importar su condición social, recuperaban su salud en los hospitales de la Caja, cuando antes era solo por caridad de la Junta de Protección Social, pues el que tenía unos cincos de más alquilaba una habitación en la Pensión Echandi del San Juan. Por su parte, el ICE iluminaba y comunicaba el país para todos, y en sus lomos condujo el progreso de Costa Rica. El CNP y sus estancos equilibraban la producción agrícola con el suministro nacional, y en las épocas de crisis ahí estaba para sostener al campesino y al obrero, y tantas y tantas cosas más que nos trajeron paz y progreso.

Sentíamos orgullo de lo que éramos, conocíamos nuestro pasado con sus grandezas y pequeñeces, al punto que, para sostener la incipiente industria, allá por los años 60, acuñamos una frase: “compre y use lo que Costa Rica produce”. Eso era signo de calidad, trabajo duro pero honrado y orgullo nacional.

Pero a finales de los años 70 algunos vivillos,  miembros fundamentalistas de una logia neoliberal que tenía como gran maestro a Milton Friedman y su templo en la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago —con sus Chicago Boys, que adoraban a un nuevo dios: el mercado y sus becerros de oro— conquistaron los bolsillos en Costa Rica, la ambición y un poco las limitadas entendederas de algunos de mi generación, que hicieron creer a la de tus padres y la de mis hijos que todo  aquello era malo porque el Estado es casi el moderno Leviatán.

Siguiendo las reglas que dictaba otro de sus santos de palo en aquel templo, Mr. Ronald Reagan, aceptaron como frase profética aquella que dijo en el discurso a La Nación de 1981: “…el gobierno no es la solución a nuestros problemas… el problema es el gobierno…”. Por lo tanto, siguiendo esas nuevas reglas del juego diseñadas en el Consenso de Washington, impusieron sus normas que, en síntesis, son: privatizar, desregular, disminuir el tamaño del Estado, cerrar instituciones y dar mano libre al sector privado, que crearía toda la riqueza para que después, una mano invisible, la haga correr por todos los estratos sociales llevando riqueza y felicidad. Ah pecadito.

Especialmente, a partir de 1986 empezó el jolgorio. Los bancos del Estado fueron dejados a la competencia de capitales extranjeros, quitaron poder a las instituciones, seguimos las reglas del FMI y del Banco Mundial que nos vigilaban y exigían no invertir, pues una represa del ICE o una carretera era un gasto no una inversión. Urgían en reducir el gasto público y lo mejor era privatizar para pagar la deuda externa. Les aprobamos tratados de “libre comercio” y muchas otras cosas.

Políticos como Oscar Arias nos prometieron que en veinte años seríamos un país del primer mundo. Pero faltaba la fresa con la copa del helado: el TLC o tratado de libre comercio de Centro América con Estados Unidos, que si no lo aprobábamos nos iríamos al averno, pues papá USA nos iba a dar una fajeada y nos volvería la espalda. Por el contrario, si le abríamos la puerta, hasta nos ofrecían cambiar la bicicleta por una moto y el viejo Hyundai por un reluciente Mercedes Benz. Además, en el 2021 celebraríamos la Costa Rica del Bicentenario entre los países ricos del primer mundo; eso lo cumplieron, ya vamos para la OCDE, a la que vamos a pagar ¢1.500 millones al año para sentarnos a la par de Mr. Trump, aunque ocultemos los tugurios de Lomas y vayamos en vestido de etiqueta alquilado y calzoncillos de manta.

Muchos nos opusimos, no creíamos aquellos cantos de sirena; veíamos los resultados de los anteriores 20 años, que habían sido un engaño, y nos decíamos: “¡ah carachos, ¿cómo es que es?”

Aquellas advertencias nunca fueron escuchadas, entre el miedo infundido por un memorándum salido de las entrañas de la Presidencia de la República; el deseo incontenible de latrocinio del país por un pequeño pero poderoso grupo empresarial refugiado en los sindicatos patronales y La Nazi-On; la corrupción galopante patrocinada e impulsada por ellos mismos, la ambición, el egoísmo, la indiferencia del “qué me importa a mí” que nos metieron hasta el tuétano de los huesos gracias a medios de comunicación corruptos, y otras razones más, era imposible frenar aquel tsunami de ambición que terminaría ganando el plebiscito del 7 de octubre del 2007 y  destruyendo nuestro país.

A eso debemos sumar que, a cambio de un estadio “regalado” para un pueblo incauto o domesticado, como dijo don Pepe, y regalos evidentes para la clase político-empresarial del país, le abrimos las puertas a la China de ese régimen tan extraño de ideología capitalista/comunista, que ya embobaba al mundo de la mediocridad intelectual y la mendicidad moral.

Desde hace algún tiempo voces aquí y acullá lo venían diciendo: las ideas neoliberales y la globalización eran un fracaso o iban por ese camino; pero los oídos de los intereses de siempre no escucharon las advertencias de la sensatez. Cuando la desigualdad creada por el sistema de libertad comercial y eliminación de controles hizo aguas en el 2008, salvo unos pocos privilegiados como los grandes banqueros, nadie quedó totalmente sin daño. Algunos para lograrlo incrementaron los niveles y sistemas de corrupción. Echaron mano a cuanto truco tuvieron a disposición para evadir impuestos a granel, se valieron de los paraísos fiscales para ocultar sus dineros corruptos y culparon de las desgracias financieras del Estado a otros, para evitar que los culparan por el robo que a diario hacían al fisco.

El asunto empezó a ponerse más complejo cuando hace pocos meses, organismos internacionales denunciaron que el mundo había llegado a tal grado de desigualdad que el 1% de la población era dueño del 99% de la riqueza en el mundo. Mucho de eso se debía a la creación de un polo mundial de producción en la China Comunista, donde —aunque parezca mentira— se podía contar con millones de trabajadores que, con bajos salarios y casi esclavos, sin sistemas básicos de protección, etc. lograban producir a costos inmensamente inferiores a los existentes en el mundo occidental capitalista. Por lo tanto, las ambiciosas grandes corporaciones en casi todos los campos instalaron sus huestes de producción en aquel país. Desde sencillos elementos como las pieles de conejo para abrigos de invierno hasta lo más sofisticados de la industria de alta tecnología. Dicho en otras palabras: pusieron los huevos en la misma canasta.

Pero el coronavirus nos hizo caer de la cama y despertar no en un bello amanecer, sino en una terrible pesadilla. En dos semanas todo el montaje hecho a base de la creación egoísta de riqueza cayó como un castillo de naipes. Ese virus desconocido y todavía de origen incierto, del que muchos dicen ya se conocía en China desde octubre del año pasado, de pronto salió desde Wuhan para infestar el mundo en muy pocos días y paralizarlo por entero; al extremo que aparte de las dolorosas cifras de infectados y fallecidos que vemos aumentar todos los días, nos dejó a todos en casa y las más portentosas industrias y cadenas comerciales a nivel mundial cerradas. Las calles de Roma, París, Madrid, Washington, Nueva York, Buenos Aires o San José, desiertas como símbolo real de un mundo clausurado, cosa que jamás lo hubiéramos imaginado hace pocas semanas.

Con ello quedó demostrado algo muy viejo… los huevos no se pueden poner todos en la misma canasta, y ahora se considera que, si no va a desaparecer la globalización, sí se va resquebrajar y reaparecerán aspectos sobre la importancia y conveniencia de lo local.

Por otro lado, de pronto parar nuestra diaria carrera en pos de la rutina ha permitido, aunque parezca mentira, que tengamos un reencuentro con la dignidad humana en varios sentidos: la familia en primer término, la lectura, música, juegos, cocina y tal vez lo más importante y que no nos damos cuenta: el ocio. Sí, ese ocio creador que ya en la antigua Grecia se dedicaba a pensar en la ciencia, la política, el arte y su filosofía, que nos pone ante la realidad pura y simple del ser humano: vida o muerte, ¿cómo vale la pena vivir la vida? Vivíamos sí, pero los lujos y bienes materiales nos dieron calidad de seres humanos o simplemente fuimos objetos de consumo para el enriquecimiento de unos pocos, ¿muy pocos? En esa situación empezamos a preguntarnos: ¿qué va a pasar después?

Esa pregunta tiene dos respuestas. Una para los conformistas y cobardes que no se atreven a ver para otro lado, quienes piensan que será frustrante y degradante ver que las cosas nunca volverán a ser iguales; que aquel 1% de ricos del mundo y el porcentaje que corresponda a cada país que concentró la riqueza, saldrá mucho menos rico, pero como siempre tendrá más que los que lo perdieron todo. Pero si no entienden que deben empezar a repartir o redistribuir buena parte de lo que les queda y se quedarán todavía con mucho, terminarán por perderlo todo y de eso no se trata. El verdadero empresario debe tomar el camino de producir, es lo que sabe hacer, pero ahora sin el egoísmo de antes, sabiendo compartir, pues esta cruda experiencia hace saltar a primer plano una palabra casi olvidada: solidaridad.

La segunda pregunta se responde con optimismo. Claro que se va a cambiar y muchas cosas van a pasar, pero para ello el primer cambio va en el pensamiento de cada uno de nosotros. La Historia de las Mentalidades nos enseña que las grandes trasformaciones se logran, cuando cambiamos nuestra visión del mundo y de las cosas; lo demás vendrá casi por añadidura.

Luego debemos revisar profundamente la estructura política de Costa Rica, en donde la democracia deber convertirse en realidad en una democracia participativa renovada. Pero esto tiene un requisito fundamental y radical: la mediocracia existente debemos erradicarla ya del poder en todos los campos en donde existe: político, económico, mediático, empresarial, sindical, etc.; combinar correcta y equilibradamente la relación entre el Estado, lo privado y la equidad, sobre todo sobre la base de la honradez generalizada y sin la manipulación mediática como se ha hecho hasta ahora.

Se impone la necesidad de renovar. Para ello debemos desarrollar de la investigación en todos los campos que permitan desarrollar el conocimiento que nos interesa, no el que nos importan los sectores interesados. Así debemos cambiar muchos de los intereses directos para lograr la efectiva y real defensa del ambiente; por ejemplo, cambios en la educación, no para hacer una sociedad de borregos sino de seres humanos pensantes que sepan valorar nuestra herencia y el patrimonio nacional. Además, la distribución efectiva de la riqueza en que el sistema tributario no tenga fugas como si se tratara de una vieja cañería; la recuperación de la producción nacional en todos los campos y la lista sería extensa.

Déjeme terminar con un aspecto más: la ética y la moral que, con la autoridad necesaria, elimine la corrupción que ha carcomido la sociedad costarricense hasta sus cimientos, pues ha caído en manos del cinismo de los poderosos, como acertadamente lo calificó el pensador español Javier Benegas.

Ya me extendí demasiado, va a perdonar joven Millennial, sé que ustedes en la época del Twitter, o como se llame, solo permiten frases de renglón y medio; pero, diay, ¿cómo le hago? Mi deseo es que tomen conciencia de que serán usted y su generación, los que tomarán las riendas de ese cambio; la mía ya tiene muy arrugado el pellejo para estos trotes; la de sus padres, salvo honrosas excepciones, tienen el cerebro lavado por los neoliberales y, como dice Naomy Kleim, esta transformación exige romper con todas las reglas ideológicas.

Para terminar, le quiero recordar la frase de Milton Friedman en 1982, que utilizó como caballo de batalla para imponer sus ideas y ahora se les devuelve como búmeran, sobre todo por si se encuentra un neoliberal recalcitrante que no quiera entender y que vea cómo el gran gurú se los había advertido:

“Solo una crisis —real o percibida como tal— produce un verdadero cambio. Cuando ocurre una crisis, las acciones que se emprenden dependen de las ideas existentes en aquel momento.”

Estamos en la posibilidad de seguir caminando sobre ideas obsoletas o mirar el futuro en forma diferente, puesto que vivimos una crisis real, muy real y dura; por lo que nuestra mente y espíritu deben estar abiertos a aceptar e iniciar ese cambio.

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