Opinión

El profundo deseo de castigo

La Filosofía nació de la incertidumbre de una época para resolver épocas de incertidumbre humana. Incertidumbre que se evidencia en conductas

La Filosofía nació de la incertidumbre de una época para resolver épocas de incertidumbre humana. Incertidumbre que se evidencia en conductas. Comportamientos que reflejan sensibilidades, algunas de las cuales saturan con desventuras el rostro de quienes rozamos en la calle. Las épocas no están constituidas por acontecimientos, sino por conductas humanas.
Es así como la incertidumbre de nuestra época se ha integrado a la cotidianidad. En lo diario se observa la descentración de las expectativas del hombre. En la superficie de nuestro mundo se manifiestan sus problemas más profundos. La incertidumbre se ha transformado en desencantamiento con el mundo.
En su cadencia rutinaria, el hombre resuelve la complejidad de su existir con la ausencia de visión del mañana. La cotidianidad transcurre como si fuese un desfile de pasarela. Soy como me veo donde estoy y donde estoy me veo como soy. Lo casual constituye la constante.
La imagen personal conforma la corporalidad y resuelve sus incertidumbres entre vivencias. Su estar es su ser. Solo percibe su existencia entre los momentos y lugares en los que vive su corporalidad de modo epocal. El espíritu humano se ha vaciado de expectativa de transcendencia, de proyectos, e incluso prioridades.
El ser es ahora tan solo un situacional y burdo modo del estar. Con ello la conciencia simplona reacciona ante su incertidumbre diciéndose: “Esto nunca se había visto en este país”. Se desgarra entre repugnancias que pretende disimular. Incluso impostura algún gesto cabizbajo que corporaliza el profundo deseo de reprimir lo que le resulta diferente.
Doble moral aseveran entonces las almas ruinosas. Es fácil concluir nuestros argumentos refiriendo a lo que todos “creen”, para simplemente evitar su ignorante burla ante lo que no entienden.
Contrario a lo dictado por un confundido sentido común, el costarricense no enfrenta su diario transcurrir con hipócrita actitud, sino con el malsano furor de las condenaciones, deseos de castigo y exclusiones.
Traducción laica de la moral católica de viejo cuño que tanto daña nuestro espíritu, con voz trémula expresa sus odios en actitud contrita. No habla del próximo en voz alta, como lo dicta la manera educada del devoto católico. Padecemos entonces de una moralidad católica de usanza colonial que se materializa en actitudes represivas, no de una doble moral.
Actos de cotidianidad en los que se excluye lo que no puede aplastar por medio de esos distintos comportamientos de educado desprecio. Lo otro y el otro se visualizan con el más profundo deseo de castigo. Como lo que hace aquel que pretende no haber visto al mendigo desgarbado y mal oliente que le pide una moneda, pasándole rápidamente de lado, esconde en su disimulo su condena, ese católico desprecio por el pecado que ha reducido a ese hombre a esa condición. Ignora intencionalmente a quien le es repugnante, porque Dios, a través de algún secreto designio salvífico, así lo permite. El costarricense es católicamente displicente. No padece de doble moral, sino de una moral excluyente y censurante. Transcurre su cotidianidad cargado de odio a su inmediatez.
Vivencias güeras de una suerte de existir sin prioridades. Pérdida vivencial de expectativas y esperanzas reflejadas en conductas descentradas. Enfrentamos el momento por medio de desvariantes sensibilidades, somos corporalizaciones circunstanciales. El tico reacciona por medio de sensibilidades.
Discurre su existencia entre momentaneidades. Su existir es tan solo la forma de su ser en el lugar en el que está. Estando ahí, en un nosotros ausente de la erótica presencia de los otros, se ha desvirtuado por medio de múltiples Yo que no intiman, sino tan solo se encuentran furtivamente para recriminarse a la piadosa manera del buen modo.

 

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