Dentro de la tendencia a establecer disciplinas “especialistas”, convertidas en estancos separados, a la usanza de positivismo, se nos enseña desde muy párvulos, que aparte de las ciencias formales (como la matemática), las dos ramas medulares del conocimiento científico son: la ciencias naturales, espistemológicamente alejadas al sujeto que investiga, y por otra parte, las ciencias sociales, en las que el sujeto es parte del objeto que investiga.
Pero estas fronteras rígidas del positivismo olvidan que el ser humano es parte de la Naturaleza, parte de la materia orgánica en nuestro planeta azul. Esta visión antropocéntrica se refuerza con el dogma judeocristiano que ubica al ser humano (y más específicamente al hombre) hecho a imagen y semejanza de Dios, como rey de la creación.
Estamos en una sociedad capitalista patriarcal cada vez más descompuesta, que en su afán desenfrenado en procura del lucro privado de una exigua minoría de privilegiados, además de generar un incremento galopante de la miseria de grandes masas de la población humana, implica, a su vez, una cada vez más alarmante destrucción del ecosistema planetario, debido al calentamiento global y la destrucción de la capa de ozono, junto al agotamiento creciente de los recursos no renovables. Por lo que se ha dado la alerta en la comunidad ecologista sobre la posibilidad de que estemos en el inicio de una gran extinción a escala planetaria.
Esta degradación ambiental no solo atenta contra el ser humano mismo, sino contra la vida entera en el planeta. Y se olvida con frecuencia, que nuestra especie es parte de un rico y prolongado proceso del desenvolvimiento de la vida, desde los aminoácidos que se articularon para crear los primeros seres vivos unicelulares.
Debemos tomar conciencia, entonces, que el grave desbalance del ecosistema, tiene efectos desastrosos para el conjunto de las formas de vida. Un ejemplo clarísimo son los cultivos transgénicos, impulsados por la transnacional Monsanto, que amenazan la sobrevivencia de las abejas, sin cuya labor de polinización, se corre el grave riesgo de la liquidación de la flora y por los tanto de la cadena alimenticia en nuestra bioesfera.
El fracaso de la experiencia socialista del siglo XX, en virtud de la degeneración burocrática totalitaria que expresó el estalinismo, emulando al capitalismo, desarrolló una obsesión productivista, sin tomar en cuenta el deterioro ambiental. El “accidente” nuclear de Chernobyl estaba implícito en el descuido de la seguridad industrial y los graves problemas de contaminación (atmosférica y fluvial) que acompañaron el crecimiento de las ciudades industriales; así también, el método estalinista para aumentar la producción algodonera en Asia Central, se produjo al precio de desertificar toda la región del Mar de Arial. O para poner otro ejemplo: el desecho de los residuos nucleares, sin ningún cuidado, al Mar Blanco.
Por lo tanto, la alternativa socialista en el siglo XXI requiere no solo de la socialización de los medios de producción y la planificación democrática de la economía, que desde luego son imprescindibles, sino de un proceso en el que cada vez más se impongan los valores de uso, sobre los criterios monetarios, y toda actividad productiva del ser humano deba resguardar la maravillosa diversidad de la vida en nuestro planeta azul. Por ello, nos reivindicamos ecosocialistas.