La simpática lección presidencial sobre geometría política impartida días atrás por Carlos Alvarado, debería motivar disquisiciones necesarias pero convenientemente soslayadas hasta ahora por la academia. Y, desde luego, proscritas por el stato quo.
El caso es que nadie se atreve a ensayar sobre el alineamiento político. De ahí que vaya siendo tiempo de adelantar algunas precisiones incontestables.
¿Qué significan las “líneas” políticas más allá de la pintoresca definición cacofónica del presidente Alvarado? ¿Son negativas “per se”? ¿Cabe condenar, políticamente, toda voz disonante? ¿Es inútil, al progreso, aquel que desentona con el grisáceo coro de serviles que le cantan odas al poderoso, siempre con la mano extendida en pos de alguna limosna o parqueo estable? ¿O, por el contrario, deben premiarse y recuperarse, cuan mártires democráticos, aquellos valientes que dan muestras de no estar robotizados para la praxis política? ¿Acaso es ético el silencio ciudadano ante el linchamiento de aquellas voces disonantes que se plantan frente a la “burrocracia” partidaria, la pose ministerial o la anemia presidencial? ¿Habremos olvidado que nuestra historia fue construida, esencialmente, por no alineados? ¿O que es, a esos sobrevivientes de la lobotomía partisana, a quienes debemos mucho más que a los ventrílocuos del poder, siempre alineados como estrategia de sobrevivencia, durante su vida pública?
Quede claro que tampoco se trata aquí de invocar grandilocuentemente a Sócrates, Moro o Solzhenitsyn. Lo nuestro, es bastante más prosáico, menos aspiracional y más realista.
La lección viva de: Florencio del Castillo y Rafael F. Osejo, o de duplas como Francisco Morazán y Vicente Villaseñor, Juan Mora y José M. Cañas, Alfredo González y Ricardo Fernández; o bien de intelectuales como Mario Sancho y Luis Barahona, sin descontar juristas del fuste de Alberto Brenes, Eduardo Ortíz y Francisco Castillo, pero, además, sin olvidar a escritores como Carlos L. Fallas y María I. Carvajal o educadores como Omar Dengo y Mauro Fernández, e incluso, artistas como Francisco Zúñiga e Isabel Vargas, -su ejemplo, decíamos- debe asirse a dos manos, así nos queme de la indignación, cuan si su recuerdo proscrito fuese un tizón en la oscuridad de esta sociedad enralecida por la anomia cultural y esa envidia personal que sigue estando tan a tono con una especie de daltonismo político, a cuya sombra, todos los que vienen ofreciéndose como “alternativa” política, nos parecen gatos pardos.
Monseñor Sanabria fue el intelectual más creyente de su tiempo, genealogista e historiador, no solo fue cura, sino que tuvo la valentía de estrecharle la mano a Manuel Mora en un destello fulgurante de nuestra historia. Mora, por mucho, otro corajudo que jamás vendió sus convicciones más hondas, pese a vivir en tiempos mucho más agudos que el nuestro.
Pero sería ingrato no redondear esa trinidad con José Figueres, quien supo lo que era el exilio, la revolución y después la estabilización. Sobreponiéndose a la luz de la historia, a sus pecados veniales.
Resultando inesquivable en esta suma patriótica –y aunque no le hiciera del todo honor a su segundo nombre- la herencia reformadora de Rafael A. Calderón. A quien también debemos la fundación de la Universidad que posibilitó una nueva Costa Rica.
Sería una torpeza imperdonable no reconocer arrojo y dignidad en semejantes próceres. Aún más grave sería resbalarse, figurándolos como subproductos de la obediencia política o de silencios calculados.
Difícil que se tratara de personajes dóciles y manejables en pos de un poder inmerecido o de algún pasajero reconocimiento, como los que el casual presidente que por tres años más tendremos, prefiere pensar.
Todo apunta a que ya no es tiempo para grandes obras, de esas a las que siempre preceden grandes discusiones, entre grandes ideólogos.
Tragedia patria es que la oficialidad estatal seleccione asesores por su habilidad para aplaudir y genuflexionar. Al tiempo que aprecia ministros por su silencio conveniente y su ética moldeable. O presidentes ejecutivos, por su mansedumbre e inacción.
En la prosa desencantada de Mario Sancho: “Estas dos cosas, -advertir y denunciar-, son consideradas en Costa Rica como un uso inmoderado y reprochable de los órganos de la visión y de la voz”. Lo que viniendo de él, no deja de ser una fina ironía.
Lo dicho hasta aquí, en tanto denuncia, cobra sentido solo al reparar en el triste mensaje que envía un presidente joven a los jóvenes de su país. Y para mayores señas, a las puertas del bicentenario. ¿Alineamiento o linchamiento? ¡Escojan!
Él escogió y es hoy el presidente.
Vaya futuro el que nos espera en este país adocenado, de “líneas” y silencios.