Opinión

¿Populistas o apocalípticos?

El término populismo se utiliza cotidianamente, en especial en los medios de información masiva, como sinónimo de demagogia. El problema es que tal uso no sirve para entender el fenómeno populista. En los últimos años, además, esa imprecisión se ha agudizado desde que se colaron en el mundo político elementos como Trump, Bolsonaro, Bukele y hasta Rodrigo Chaves, pues algunos analistas estiran el término populismo para incluirlos a ellos como “populistas de derecha”.

El populismo no se puede catalogar como de derecha o de izquierda, pues su particularidad es que toma ventaja de los vacíos producidos por la clase política para colarse en el mundo social. Por eso, ninguno de los políticos mencionados es populistas en el sentido en que las ciencias sociales latinoamericanas han discutido ese concepto desde hace al menos cinco décadas. En cambio, les queda bien el epíteto de apocalípticos.

Uso el concepto “apocalípticos” sin seguir la tradición inaugurada por Umberto Eco (Apocalípticos e Integrados), sino desde otra perspectiva. Plantear el final del mundo, y de la especie humana con él, es un tema ficcional que ha aparecido en rituales, libros sagrados, y tratados de filosofía desde la antigüedad.

La función de prever, profetizar, discernir y teorizar sobre los últimos días de la vida en la Tierra es, parafraseando a Auerbach, darle coherencia y orden a la estructura temporal con que el ser humano imagina la historia: el pasado, el presente y el futuro marcados por un principio y por un fin. La imagen del Apocalipsis, como en su momento señaló Frank Kermode, depende de un acuerdo tácito sobre el pasado conocido y el futuro que se predice, a partir de nuestro posicionamiento en el centro de esos límites temporales.

Motoko Tanaka ha recordado que ese término judeocristiano pasó de significar la revelación de las “cosas escondidas” a implicar un momento de crisis y destrucción del mundo conocido, imagen que se acentuó a partir del siglo segundo de nuestra era.

En cambio, el populismo como fenómeno histórico apela al vínculo y al carácter de comunidad, ciertamente en abierta oposición a “otros” que son definidos como “antipueblo”. Y, además, tiene un sentido de esperanza.

La primera vez que en Latinoamérica se presentó el fenómeno populista fue en la década de 1940. En esos años, un conjunto de transformaciones propició la retirada de los regímenes dictatoriales que habían florecido al calor del liberalismo y se produjo la alborada de una serie de gobiernos democráticos en la región. Al mismo tiempo, se dio un viraje a la izquierda y, lo que fue más importante, se produjo un fuerte proceso de militancia laboral y extensión sindicalista entre las masas de obreros urbanos.

El Estado populista se empeñó, con variaciones, en verter sobre el vacío estatal un torrente de políticas sociales que pretendían el pleno empleo, la participación de los estados en la regulación de la economía, la nacionalización de las inversiones extranjeras y la elevación del nivel de vida de los trabajadores. Lo que se buscaba era poner en funcionamiento una verdadera “cadena de felicidad”.

Los movimientos como los de Trump y Bolsonaro carecen de esa afinidad o atracción, porque los líderes apuestan más bien por el terror, la zozobra y la imagen apocalíptica del mundo que se termina. No dan esperanza, sino desasosiego y, a partir de allí, impulsan la militancia de sus seguidores. Por eso, la religión les sirve como una herramienta poderosa para convencer a esas bases, de que en el presente se juega la lucha entre el bien y el mal, y de que el futuro es bizarro y decadente sin la presencia de su líder como cabeza del Estado. Son, por eso, apocalípticos.

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