Opinión

Política y cabreo

El cierre de la pasada década ha estado marcado por fuertes protestas en diversas latitudes, impulsadas por una generalizada ira ciudadana, de raíces muy variadas.

El cierre de la pasada década ha estado marcado por fuertes protestas en diversas latitudes, impulsadas por una generalizada ira ciudadana, de raíces muy variadas. A nivel global, la creciente inequidad social, la obscena riqueza de las oligarquías y corporaciones transnacionales, las políticas que favorecen más a “los mercados” que a la mayoría de la población, y la inoperancia y corrupción de numerosos regímenes políticos han creado una muy justificada sensación de despojo e injusticia en grandes sectores. También están los enojos que, en sectores secularmente privilegiados, causan los cuestionamientos hechos a sus privilegios, caso de numerosos hombres ante los avances en los derechos de las mujeres, o de los “blancos” obligados a compartir con personas “de color” ámbitos antes segregados .

La ira lleva a la visceralidad, y en América Latina esta alimentó protestas con muy disímiles causas, aspiraciones y demandas, contra Gobiernos tan ideológicamente diversos como los de Iván Duque, Evo Morales, Lenín Moreno, Daniel Ortega, Sebastián Piñera y Dilma Rousseff.

Bajo esta variedad ideológica, ciertos rasgos emparentan algunas protestas, algunos de los cuales son alimentados por factores socioculturales. Tal es el caso del enojo religioso.

América Latina es la región donde el cristianismo está más arraigado y su influencia en la vida sociopolítica es enorme. Si hace unas décadas la Teología de la Liberación y los “movimientos de base” alentaron a la izquierda, hoy día la derecha ultraconservadora saca provecho de la fuerza del evangelismo, una tendencia que no pasará rápidamente. Tras siglos de total supremacía cristiana, la emergencia de sectores minoritarios abiertamente no-cristianos desató en muchos la apocalíptica sensación de que se iba hacia el derrumbe moral y social.

Otro enojo lo causa el viejo racismo contra indígenas y afros, evidente en las protestas contra Evo Morales y el PT brasileño. Como ocurre en EE.UU., la etnia blanca dominante, beneficiada de inequidades estructurales de larga data, se auto-percibe como víctima y reacciona con virulencia. Las protestas racistas y patriarcal-evangélicas fueron variablemente apoyadas por sectores populares, medios y de las élites, y se lanzaron contra Gobiernos que habían generado o propuesto un grado mayor, pero siempre endeble, de inclusividad social.

Junto a enojos tan conservadores, hubo otro bastante más positivo: el creciente repudio al caudillismo, casos de las protestas en Bolivia, Nicaragua y, en años previos, Venezuela. Las dificultades de cierta izquierda para romper el molde del socialismo real hizo que muchos de sus procesos sociopolíticos pasaran a depender, real o simbólicamente, de un caudillo. Incluso el muy exitoso y democrático gobierno de Evo Morales acabó prefiriendo retorcer la constitución y debilitar su propia legitimidad con tal de candidatear una vez más a Evo. Es como si la izquierda no pudiera darle a sus principales figuras funciones que no sean las de líder indiscutible e irremplazable. Castro, Chaves, Ortega, Evo… Los resultados y derivas de sus Gobiernos son muy disímiles, pero en todos aparece el caudillismo. Que ello no es inevitable lo demuestra el Frente Amplio uruguayo y los llamados de Mujica a superar esta lacra. En el medio estaría el caso de Brasil, donde Lula no encontró, pese a intentarlo, quien lo sucediera adecuadamente.

Justificada o no, la visceralidad de estos tiempos dificulta percibir y juzgar los hechos y procesos sociales. Se puede analizar desde diversos ángulos y con distintos resultados el gobierno de Carlos Alvarado, pero los hechos no justifican las redsocialeras y opuestas acusaciones de ser el Trump o el Bolsonaro nacional, un cripto-izquierdista defensor del estatismo o una versión light del temido Anticristo. Los ambientes universitarios no escapan al fenómeno, no faltan académicos que parecen creer, a contramano de mucha evidencia histórica, que el cabreo es, per se, crítico y progresista. A veces no lo es, y rara vez es académicamente aconsejable. El riesgo es que, en país de cabreados, quien más muestra y alimenta el cabreo puede llegar a ser el rey.

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