En Semanario Universidad (4.9.017) viene un artículo que asusta por su advertencia sobre la toxicidad de las plantas medicinales. En efecto, todo en la naturaleza puede ser tóxico según la cantidad y la frecuencia con que se le ingiere. Pero es la industria farmacéutica la que fabrica medicinas con efectos secundarios muy peligrosos, y estos se venden hasta en los supermercados y sin receta médica. Hasta las vulgares aspirinas causan gastritis severas que pueden acabar en cáncer.
Los prejuicios contra las plantas impiden que se use la mariguana para uso medicinal. Esos mismos prejuicios no distinguen entre la hoja de coca y el laboratorio que produce la cocaína. Por eso es muy necesario que las plantas se investiguen; la manzanilla puede provocar insomnio pero no por eso renunciaremos a sus bondades antiinflamatorias. Don Guido Barrientos, que atesoró un amplio y profundo conocimiento de la medicina tradicional campesina e indígena costarricense, conocía muy bien las propiedades de cada planta y cuando las recetaba indicaba la dosis, la frecuencia y durante cuánto tiempo. No hay que despreciar el conocimiento acumulado durante generaciones.
Antes de expulsar de nuestra mesa la menta o la yerbabuena, recordemos que encima del mantel descansan dos grandes enemigos de la salud: el azucarero y el aceite de palma, que como se han industrializado siguen ahí, junto con la comida chatarra y los productos de huerta que han sido fumigados con agroquímicos que transforman una inocente papa en un potente cancerígeno. En cuanto a los alimentos transgénicos, todavía no conocemos el riesgo real que su consumo tiene para nuestra salud. Ya existen las vacas transgénicas y no tenemos la menor idea de cuál será el efecto de su leche en el organismo humano.
Así, pues, el verdadero peligro para la vida no está en la naturaleza, está en los laboratorios que trabajan para el gran capital. No es la juanilama la que mata, el asesino es Monsanto.