Opinión

Paternalismo salvaje

Algo viene ocurriendo y tengo la impresión de que no le estamos prestando la atención debida. Aunque_el_problema es serio y me atrevería a considerarlo crítico.

Algo viene ocurriendo y tengo la impresión de que no le estamos prestando la atención debida. Aunque el problema es serio y me atrevería a considerarlo crítico.

Cuando los hijos vienen de la escuela con malas calificaciones, los consolamos descargando toda la frustración sobre el maestro calificador. La culpa –asumimos– es de ese ingrato docente, jamás del estudiante vago o simplemente incapaz. El malo es y será siempre el evaluador exigente, jamás el alumno indolente.

Y luego, cuando no encuentran trabajo por razones obvias y resultantes de aquel antecedente, la culpa igual seguirá siendo de los otros. En ningún caso, de nuestros principitos o princesitas, cachitos de luna, regalitos de cielo, ñingui ninguis, amorcitos corazones.

Después, cuando pierden esos trabajos por falta de liderazgo, compromiso o productividad, salimos maldiciendo al jefe –y toda su ascendencia– en vez de reconocer la gravedad de las faltas propias y de nuestros críos.

De toda suerte que salimos a la jungla en que se ha convertido nuestro tránsito urbano, esperando que el resto maneje a la defensiva, mientras nos suponemos los únicos con derecho a hacerlo a la ofensiva, creyendo que las leyes de tránsito aplican para todos, excepto para nosotros. Yo sí me le atravieso al otro y le impido el paso en cada cruce, pero si me lo hacen a mí, ahí sí arde Troya.

Los demás deberían ver qué hacen; nunca yo. Persistiré en mi costumbre de cruzar en solitario la ciudad con un auto diseñado para cinco o siete pasajeros. Jamás obligado al incómodo e impuntual transporte público. Eso es para los otros. Menos en colectivo con compañeros de trabajo y ni pensar en una moto o bici. Los demás son los culpables de las presas y deberán sacrificarse por mí. A mí que ni me vuelvan a ver.

Y así por el estilo: que los impuestos los paguen otros, pero no yo; que la molestia de clasificar la basura para reciclaje también le toque a los vecinos, nunca a mí.

De paso, que el costo de las decisiones políticas más importantes –y por tanto desgastantes–, las paguen aquellos sectores a los que no pertenezco. Según yo, eso es lo “justo”, y mi mamá dice que tengo razón.

Mientras tanto, los progenitores piensan por sus hijos, a quienes no dejan tomar decisiones, equivocarse y fracasar. En síntesis, les castran toda experiencia que los convierta progresivamente en adultos serios y responsables. Los docentes tampoco enseñan a pensar y resolver, sino a memorizar y obedecer. Los gobernantes no deciden ni trazan el camino que conciben correcto, sea o no el más popular; optan, en cambio, por “surfear” las olas que dictan las corrientes coyunturales de la opinión pública.

Los periodistas, a su vez, no solo deciden quien aparece –y por consiguiente quien existe– sino quien es valioso, quien va, quien sigue y quien definitivamente es vetado, proscrito y olvidado.

La gran falencia de esta sociedad “moderna” es la falta de autonomía del sujeto. Definida esta como la capacidad de pensar y determinarse por sí mismo. Porque estemos claros: seguidores sobran.

Abunda el paternalismo del padre que suplanta cerebralmente al hijo o el docente que castra al estudiante, siempre ahorrándole la “molestia” de atreverse a pensar (Kant), el riesgo de asumir posiciones propias y la responsabilidad de decidir en libertad.

Asistimos a una suerte de lobotomía social. Google hace el trabajo que antes nos implicaba toda una investigación de semanas, y el resto nos lo resuelven los padres, docentes y hasta los políticos populistas.

Y como resultado, el ciudadano medio pareciera pensar: “a mí que no me pidan nada, que yo no estoy para dar sino para recibir. Estoy solo para mí. Total, yo siempre fui el príncipe de mis papás y el rey de mis abuelos. El favorito de la teacher y el solcito de mis tías. Hasta el pulpero me daba de fiado y era la empleada la que me tendía la cama y sacaba la basura. Así que hoy no me vengan con cuentos que yo he venido aquí por lo mío. Y no a tragarme esos timos de la solidaridad, la igualdad y la fraternidad. Yo soy yo y ni mis circunstancias importan ya, porque al final, siempre habrá alguien ahí para salvármelas.”

Ese pareciera ser el sustrato ciudadano de muchos. El producto esperable y redundante de ese paternalismo salvaje que vengo describiendo y que pareciera estarnos drenando toda esa esencia socializadora que nos obliga a vernos, los unos a los otros, con el respeto que se merecen los iguales, no solo en derechos sino en deberes. En autonomía.

¿O qué otra cosa podemos esperar cuando se vale todo, cuando lo justificamos todo, cuando lo perdonamos todo?

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