Opinión

¿Para qué sirven las matemáticas?

En los programas de estudios actuales se han venido eliminando contenidos que son vitales no solo para la formación de un futuro profesional o técnico, sino que también son indispensables para la formación de individuos libres y pensantes.

Cuentan que cuando a Jorge Luis Borges le preguntaban para qué servía la poesía él contestaba irónicamente con otra pregunta: “¿para qué sirven un atardecer o un recién nacido?”

Cuando iniciamos nuestros estudios, siendo muy jóvenes, es normal y casi natural que nos preguntemos para qué sirve todo aquello que nos exigen aprender los adultos. ¿Para qué sirven la historia o la gramática? ¿Para qué sirve saber que los números de cierta forma algebraica son primos o no? Lo cierto es que, para responder a estas y otras incómodas preguntas, los docentes tenemos que dar rienda suelta a un montón de justificaciones que, en muchos casos, son tan banales como discutir sobre cuántos elementos distintos tiene el conjunto vacío.

En mi campo, las matemáticas, en los programas de estudios actuales se han venido eliminando contenidos que son vitales no solo para la formación de un futuro profesional o técnico, sino que también son indispensables para la formación de individuos libres y pensantes.

Algunos creen que las matemáticas no forman parte de las humanidades, que son la “ciencia pura” cuyo mundo circundante poco importa. Por otro lado, para otros, los más pragmáticos, deberíamos de aprender solo aquellos contenidos matemáticos que contribuyan a la riqueza material de las personas o las naciones. Estos dos extremos son tan falsos como nocivos, pues, por un lado, convierten a las matemáticas en una actividad para genios narcisistas; mientras que, los pragmáticos desfiguran la esencia histórica misma de las matemáticas, las cuales tienen sus raíces más allá del simple utilitarismo ingenuo.

En un ensayo maravilloso, titulado La utilidad de lo inútil (Acantilado, 2013), el erudito Italiano N. Ordine nos propone ver con cierta bondad y agradecimiento a toda aquella actividad humana que contribuya al mejoramiento espiritual del ser humano: desde el arte abstracto, pasando por la obra literaria y llegando hasta la teoría de cuerdas. Todos estos logros forman parte de la humanidad, de las humanidades.

Actualmente nuestros planes de estudios están llenos de nociones que limitan el trabajo “espontáneo” del docente, imponiéndole la elaboración didáctica de situaciones de aprendizaje que deben estar ambientadas en el marco de los usos (¡y abusos!) de las herramientas tecnológicas. Incluso, he sido testigo de que algunos docentes están más preocupados por la elaboración del video de cierta actividad que por la adquisición de la habilidad del aprendizaje en sí.

Pero, además, se exige al docente limitarse a las situaciones de aprendizaje sobre la aplicabilidad inmediata de las matemáticas: problemas sobre punto de equilibrio, ver las áreas y volúmenes de los sólidos de revolución como figuras en forma de botellas y envases, estudiar la descripción del crecimiento exponencial a la luz de poblaciones y elementos radioactivos, etc.

No digo que estas cosas sean malas, pero me parece un descuido grande, de quienes planean y diseñan el currículum escolar nacional, que queden por fuera contenidos tan nobles y bellos que no tienen otra “utilidad” que esa: ser bellos en sí.

Debemos defender las humanidades, las ciencias y el arte. Si no lo hacemos, nos debatiremos entre viajar al futuro sobre “hombros de gigantes” o retornar a la prehistoria, cargados de aparatos electrónicos.

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