La reciente representación de la Orestíada, efectuada en el Teatro Nacional según adaptación y dirección de Luis Fernando Gómez, apretó en dos horas las tres tragedias de Esquilo que la componen (Agamenón, Coéforas, Euménides) y una de Eurípides, Ifigenia en Aulis, a la que se dedicó casi la mitad del espectáculo.
Tal hipertrofia era innecesaria: de los sucesos de Aulis existe versión en la Orestíada (a cargo del coro en su primera intervención); pero también era imprudente: el Agamenón que sin titubear se decide por la muerte de su hija (Esquilo) y el que se la pasa sufriendo por tener que matarla (Eurípides) serían el mismo, disparate con la consecuencia de que Clitemnestra, para matar a uno, tendría que matar al otro con menor justificación para hacerlo.
De todas formas, la belleza superlativa es un escudo del mito contra las valoraciones adversas de Clitemnestra, Ifigenia y Casandra. Por ello, el triple asesinato de tal grado de belleza es clave del argumento y debe conmocionar al público. Es cierto que en Atenas, cuando la representación de estos personajes femeninos recayó sobre hombres, el problema de su belleza se afrontó con máscaras, pero sin ellas hoy no resulta inferior para las actrices en todas partes.
La omisión del primer canto coral de la Orestíada y el uso de Eurípides no creo que respondieran únicamente al afán de hacer accesibles tres tragedias de Esquilo. El mal manejo de los coros sugiere que por no entenderlos se recurrió a Eurípides, cuyo coro también se malogró. Basta con señalar que el despliegue de lanzas y soldados, ajeno a los trágicos en las obras presentadas, no aportó nada relevante y compitió con los coros no militares de mujeres, ancianos o diosas. Hasta vimos que en las Coéforas, a expensas del coro femenino, un actor ubicuo se metió de corifeo.
Por sus dones proféticos, Casandra no debió perder la dignidad que corresponde a su nobleza; Orestes, con sus inapropiados gritos y anticipaciones frenéticas, causó mayor impresión que las Erinias; Pílades, que en ningún momento supo caminar junto a Orestes, tampoco alcanzó a decir sus únicas tres líneas; Apolo, que se mostró suspendido primero, apareció caminando después; las Erinias, que ni siquiera llevaron serpientes entre sus cabellos, no surtieron efecto aterrador; Atenea portó cierto adorno, no la terrible Gorgona en el pecho…
Lo señalado sobre Apolo, las Erinias y Atenea no carece de importancia, pues todas estas deidades son potencias apotropaicas. Pero esto no se comprende si se suprimen las partes que lo ponen de manifiesto, como las tres líneas de Pílades o el altercado de Apolo con las Erinias para expulsarlas del templo en Delfos.
El interés del director fue vender la Orestíada a un Poder Judicial anacrónico, exhibiéndola como dechado del debido proceso y cantando sus alabanzas en desconcertante musical de personajes vivos y muertos. Lo que Esquilo consiguió, en cambio, fue mal disfrazar con un juicio pervertido la violenta sujeción de las Erinias al régimen olímpico.
Como puede verse en la trilogía, Orestes es responsable de asesinar a su madre en menor medida que Apolo, cuya hermana, Atenea, preside el juicio, escoge al jurado en secreto y se reserva el voto de calidad. No contento con esto, el propio dios se presenta en el juicio, defiende al matricida y ejemplifica la tesis de la mayor importancia del padre con el nacimiento sin madre de Atenea. En este punto queda claro que el proceso se realiza para justificar el ultraje de las Erinias, no para aleccionar a nadie en materia jurídica.
Pero sucede que la trilogía de Esquilo no es la tetralogía del señor Gómez, quien además se propuso hacer con tragedias un espectáculo ameno. No sé si a eso se debieron a veces ciertas risas del público, pues Platón enseña que la ley no es un tema entretenido para la juventud, pero reconozco que el director, si bien no alcanzó la paliata que deriva de comedias, incursionó en el tipo que puede hacer reír partiendo de tragedias.