La reciente exposición de casos de pedofilia en el clero católico global y nacional marca un parteaguas. Propongo unas reflexiones sobre esa institución antigua y siempre cuestionada.
El clero no es consustancial a la Iglesia. En el Nuevo Testamento (NT) no aparecen las palabras clero ni jerarquía, pues esas instituciones no existían en los primeros siglos de la fe cristiana. Ambas nacieron de circunstancias históricas. Su desaparición, o al menos transformación, haría mucho bien a la Iglesia.
Jerarquía significa orden o poder sagrado, el cual coloca a sus poseedores en un pretendido rango superior al resto de los mortales. Originalmente, clero se relaciona con los términos cortar o separar. Desde la edad media designa el sector social que monopoliza la impartición de los sacramentos y el gobierno de la Iglesia.
Muchas religiones poseen su propio clero. En el Antiguo Testamento aparece un orden sacerdotal. Es significativo que Jesús de Nazaret no pertenecía al clero y se llevó tan mal con los sacerdotes que lo entregaron a Poncio Pilato.
Aunque el NT desconoce un estamento jerárquico-clerical superior al resto de los fieles, sí establece funciones para el garantizar el buen orden de la Iglesia. Son el obispo (el que vigila), el presbítero (anciano, el jefe de la casa donde se reunían los fieles), los diáconos y las diaconisas. Los términos obispo y presbítero no tienen en el NT el sentido que tienen hoy, pues funcionaban como sinónimos. Los diáconos y las diaconisas (sobre estas ver Romanos 16,12), se dedicaban a servir a los pobres, enfermos y encarcelados. La Iglesia necesita que esos tres ministerios continúen, pero despojados del poder sagrado y excluyente.
El surgimiento y afianzarse del clero desdibujó la originalidad cristiana, porque en la Iglesia, según Pablo, cada cristiano posee su carisma; es decir, una gracia de Dios que habilita para beneficiar al prójimo. Otorga funciones específicas que deben ser respetadas y promovidas. En 1 Corintios 12, 27-31 Pablo refiere la variedad de carismas. Primero, menciona a los apóstoles itinerantes, lo que era el mismo Pablo, luego siguen los profetas, pero, cosa sorprendente, no se indica ningún encargado de celebrar la eucaristía y bautizar. Tampoco aparecen obispos ni presbíteros. La consolidación del clero acarrea el menoscabo de los carismas de los laicos, con lo cual la Iglesia perdió mucho de su vivacidad original.
La formación del clero comienza temprano. Ya Ignacio de Antioquía, martirizado en el 108, menciona una jerarquía tripartita: obispo, presbítero y diácono. Sin embargo, Ignacio ignora las diaconisas (quizás por influjo del ambiente patriarcal). Las diaconisas, sin embargo, persistieron durante varios siglos.
En el afianzamiento del clero, quizás una consecuencia inevitable del ascenso numérico de las comunidades, se da en un proceso de varios siglos y, de manera notable, de una u otra manera ligado con el tabú sexual. En la parte oriental de la Iglesia (regida por Constantinopla) los presbíteros contraen matrimonio pero los obispos son tomados de los monjes, los cuales profesan la castidad consagrada. En la parte occidental (encabezada por Roma), durante el primer milenio, los obispos, presbíteros y diáconos formaban familia. La prohibición para que los presbíteros se casen toma fuerza con el papa Gregorio VII (1015-1085). Sin embargo, muchos presbíteros la vivieron como una imposición.
Los motivos del enlace clero-celibato no se pueden desarrollar en este espacio, pero hoy es evidente que perjudica a la Iglesia. En otros tiempos la continencia sexual causaba admiración, pero ahora despierta sospechas. En cambio, se admira al marido fiel, buen papá y cordial. Esas y otras cualidades se enumeran en las cartas a Tito y Timoteo como requisito para ser obispo o diácono.
Muchos padres de familia reúnen esas cualidades y gozan de estabilidad económica por jubilación temprana u otros recursos. Haría bien la Iglesia llamándolos, en vez de otorgar el orden sacerdotal a personas con sexualidad problemática y poniendo en riesgo –con el celibato- a quienes poseen una sexualidad socialmente aceptada. Es hora de retomar la disciplina originaria.