Opinión

“No vivir en la mentira”

Así como la juventud venezolana se debate hoy por recuperar algo tan elemental como su libertad, a los jóvenes costarricenses

Así como la juventud venezolana se debate hoy por recuperar algo tan elemental como su libertad, a los jóvenes costarricenses y a los ya no tan jóvenes pero con más vida por delante que por detrás, nos corresponde recuperar la dignidad. Esa a la que solo se accede con integridad.

O convertimos la integridad en la causa célebre de nuestra época, además, oportunamente de cara al Bicentenario (2021), o no mereceremos ser tenidos por demócratas. Y, a decir verdad, tampoco por costarricenses.

Contaba Thomas Jefferson, posiblemente el más culto de los “Padres Fundadores” de Estados Unidos, y, a la postre, su tercer Presidente, que cuando recién acababa su última versión de la Declaración de Independencia –por lo demás, uno de los instrumentos jurídicopolíticos más lúcidamente concebidos y más bellamente redactados de la historia universal- se le acercó una humilde señora en plena acera y le consultó por el tipo de Nación que les había heredado. Su respuesta merece ser retomada y ojalá también honrada: “Una República, siempre y cuando ustedes sepan defenderla”.

Es muy posible que a un demócrata no baste juzgarlo tanto por lo que ha hecho, sino por lo que ha dejado de hacer, debiendo hacerlo.

Y, en ese tanto, los ciudadanos críticos, que me temo seguimos siendo minoría, deberíamos deshacernos de los guantes de seda y probarnos los de boxeo. Pero no para lucirnos y pasearnos por la pasarela. Sino implicándonos con sentido crítico y hasta cierto punto incrédulo, en la lucha cívica por recuperar la esencia de nuestra democracia: la probidad.

No más disimulos. No más campañas políticas sin preguntas pertinentes y respuestas hondas. No más candidatos acomodados y huidizos. No más electorado cerval ni prebendal. No más debates sin debate. No más retórica del qué sin profundizar y precisar el cómo. No más posposición ni abandono. No más chambonadas ni cinismo. Simplemente, no más de los mismos.

Hoy nos toca defender lo que queda o atenernos a que no quede nada.

Desembarazarnos de esa lógica del “Señorito Satisfecho” de la que Ortega y Gasset tanto nos previno; tributando todos hoy, lo que nos legaron dos generaciones atrás, sin que siquiera haya conciencia de ello ni mucho menos agradecimiento histórico. Dicho esto sin caer en anacronismos ni exageraciones. Que ni existen los políticos angelicales ni tienen por qué existir en sociedades que tampoco son ejemplares.

En síntesis, es hora de estimar la rebeldía. De reaccionar y ya no solo de resistir sumisamente, agotándose, si acaso, en la queja en privado, o peor aún, en el comentario maledicente que se masculla entre dientes. A lo tico. Es más, a lo cartago taciturno. Señalando el árbol para que nadie vea el bosque, en procura de que nadie se resienta al evidenciar las verdades.

La insumisión de la que hablo es la que pende entre la resistencia y la afirmación. Estando con Todorov en que la protesta constructiva es la que pendula en una suerte de “doble movimiento permanente en el que el amor a la vida se mezcla inextricablemente con el odio a lo que la infecta”.

La resistencia es decir que no, al tiempo que se reafirma un sí en busca de otra cosa. De otro estado de las cosas.

Siendo, en nuestro caso y dadas las actuales circunstancias, imposible decir no a la corrupción sin estimar que estamos implantando un sí a la integridad. Que si decimos no a los corruptos es para abrirles las puertas a los probos. Que si nos oponemos a la violencia política que supone la estafa electoral de un cambio que nunca llega, es porque nos resistimos a pensar que todo está perdido y reafirmamos que un cambio no llega; se provoca, tampoco se espera; se busca, o como solía decir Martí: “no se mendiga, se arrebata”.

He aquí al gran Solzhenitsyn, valiente entre valientes: “No olvidemos que la violencia no vive sola, que es incapaz de vivir sola. Esta necesariamente enlazada a la mentira”.  Y desde esa colocación de francotirador exilado, en 1974, tituló su último escrito: “No vivir en la mentira”.

Solzhenitsyn no empujaba desde la distancia a sus conciudadanos a inmolarse, rebelándose ante la opresión ominosa del despotismo sin límites que vivían. Bastaba, según él, con que como ciudadanos dejaran de alimentar la mentira. De disimular las cosas. De dejar de reproducirla y así, reflejamente, empezar a combatirla.

¿Sigue vigente el excepcionalismo costarricense según el cual somos algo así como un bocatto di cardenale entre las parodias democráticas latinoamericanas?

¿Valdrá la pena tanto disimulo y posposición? ¿O será mejor ir cambiando las formas para ver si acaso empieza a cambiar también el fondo? ¿Seguirá chocándole a la mayoría aquel que se rebele, dejando de hablar a lo tico? ¿Y si de paso tampoco escribimos ni debatimos a lo tico? En fin: ¿No será mejor dejar de disimular y agarrar el toro por los cuernos apegándonos a la verdad por sobre cualquier cálculo personal o gremial? ¿Habrá llegado la hora de desprendernos de tanta envidia y tanta estulticia que solo conduce a la (in)cultura del serrucho? ¿Y de paso deshacernos de tanto cálculo y egoísmo? ¿De ser más valientes y empezar a defender la República que nos legaron para que sea realmente nuestra? ¿Para merecerla y no solo habitarla? ¿Para liderarla y no solo contemplarla? ¿Para desarrollarla y no solo expoliarla?

Es eso o autocondenarnos al reino de la mediocridad. Es eso o vivir en la mentira.

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