Opinión

Muerte digna: romper el silencio

Entender cualquier sociedad requiere escuchar lo que dice, pero también percibir lo que calla, sus silencios

Entender cualquier sociedad requiere escuchar lo que dice, pero también percibir lo que calla, sus silencios, que en Costa Rica han sido abundantes. Algunos van siendo rotos, casos como el matrimonio igualitario y la fertilidad asistida, gracias a sentencias judiciales que obligaron a hablar de ellos, con efectos tan diversos como significativos. Otros, en cambio, permanecen casi inalterados. Uno de ellos es el que rodea la eutanasia o “muerte digna”, entendida como la posibilidad de que una persona adulta, enfrentada a condiciones médicas sin cura que generen dolor crónico o restricciones insalvables para valerse por sí misma, pueda acceder a una muerte programada e indolora.

Se trata, en suma, de contar con el derecho de ahorrarse los cruentos procesos que tales condiciones de salud le imponen a quienes tienen ese tipo de padecimientos. Una posibilidad que la cultura dificulta y, peor aún, la legislación prohíbe.

Como ocurre en muchos otros países, también aquí este silencio empieza a quebrarse, en parte por lo común e intenso que se ha vuelto el “encarnizamiento terapéutico”, que alarga injustificadamente la vida con procedimientos e intervenciones médicas. Recientemente una valiente diputada, Paola Vega, presentó un proyecto de ley para frenar dicho encarnizamiento y crear el derecho a una muerte digna, con la idea de, al menos, iniciar un diálogo que se ha vuelto impostergable, y al que deseo contribuir con unas breves reflexiones.

Como tantos otros derechos, este debería tener, caso de ser introducido, un carácter estrictamente opcional y voluntario. Nadie que no sea la persona misma o, en casos de total y permanente incapacidad para tomarla y expresarla, los legítimos custodios de sus intereses, podría decidir ejercerlo.

Que exista tal derecho es necesario, pues la muerte digna se diferencia mucho del suicidio. Este último no requiere de asistencia ni ningún permiso, y puede ser intentado por motivos tan variados como subjetivos, que van de un fracaso amoroso a la ruina financiera, pasando por la soledad, la depresión y toda una gama inabarcable. Sería bueno despenalizar el suicidio, pero lo cierto es que, por su carácter mismo, este nunca ha requerido de aprobación legal, como si la requiere, por ser altamente regulada, la muerte digna.

Son varios los motivos que han vuelto tan difícil hablar de este tema. Dos son, acaso, los más fuertes. El primero es un argumento religioso: el ser humano no es dueño de su vida, pues Dios nos la dio y solo él puede disponer de ella. Un argumento atendible para personas creyentes, pero sin razón que justifique imponerlo a quienes no lo son.

El segundo argumento es laico, asociado a cierto tipo de humanismo, según el cual la vida humana tiene una dignidad tal que ninguna circunstancia legitima el extinguirla voluntariamente. Aun dejando de lado que grupos humanos enteros fueron masacrados en nombre de ideales tan humanistas como el progreso, la civilización y la modernidad, lo cierto es que este argumento es tan problemático como el religioso. Al igual que ocurre con el valor asignado a la virginidad femenina en ciertos sistemas de honor, el valor que este humanismo otorga a la vida humana es tal, que se prohíbe y castiga toda decisión voluntaria de renunciar a ella, sin importar cuán insoportable pueda haberse vuelto. Como el religioso, este argumento es aceptable para quienes lo comparten, pero su imposición a los demás es injustificada.

El camino hacia una legislación que establezca el derecho a una muerte digna se muestra empinado, y siendo pocos los países que lo han establecido, es mínima la posibilidad de que una corte internacional intervenga en el tema. No queda, entonces, sino romper el silencio, iniciar el diálogo y recordar, para alimentar algún optimismo, el camino que llevó a establecer, no hace tanto, legislación que permitiera, de forma regulada, decisiones como el divorcio, antes prohibido y condenado por motivos tanto religiosos como laicos.

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