Opinión

El mito en la discusión de La Constituyente

Desde hace un tiempo atrás se ha venido discutiendo la idea de una necesaria reforma total de la Constitución Política de 1949

Desde hace un tiempo atrás se ha venido discutiendo la idea de una necesaria reforma total de la Constitución Política de 1949, mediante una Asamblea Constituyente, como una manera de formalizar los “nuevos pactos sociales”, “modernizar su texto” y para darle “mayor legitimidad” a la Norma Normarum.

Esto ha sido expuesto por varios académicos patrios, especialmente por el constitucionalista Alex Solís, investigador de nuestra Universidad. Dicha propuesta encontró eco en la diputada Maureen Clarke, quien ha puesto corriente legislativa un proyecto con tal idea.

La preocupación por la deslegitimación del texto exacto de la Constitución ha sido una discusión recurrente en la disciplina constitucional desde su nacimiento. El renombrado constitucionalista y politólogo alemán Karl Loewenstein la denominó como los fenómenos de mutación y desvalorización constitucional. Asimismo, en el constitucionalismo estadounidense se presenta como la disputa entre el originalismo (originalism) y el constitucionalismo viviente (living constitutionalism), para lo que es recomendable acudir a las interesantes tesis del profesor Jack M. Balkin.

No dudo -y no creo ser el único- en las muy buenas intenciones de este grupo de personas, liderado por un académico notorio como lo es el Dr. Solís, quienes buscan una mejora con la nueva Constitución. Claro que dicha mejora será evaluada según el punto de vista político que tenga quien haga la respectiva valoración. Empero, sí creo que uno de los fundamentos para apostar por esta solución es una idea mítica: la divinización de lo que se conoce como La Constituyente. Claro es, que un observador más perspicaz logrará desgranar muchos otros fundamentos, míticos o no.

Me refiero con la divinización de La Constituyente a la idea dogmática -falsa- sobre un supuesto órgano superior, casi impoluto, comprendido en un halo de cuasidivinidad. Dicho fenómeno se puede observar, por ejemplo, en la forma como los estadounidenses aluden a sus “Padres Constituyentes” (Framers), o como nosotros llamamos a nuestros legisladores “Padres de la Patria”. Lo anterior remite, conscientemente o no, a la figura totémica paterna, sea celestial o terrenal; ese que todo lo sabe, todo lo ve, todo lo oye y -gracias a ello- todo lo puede resolver de la mejor manera. Idea infantilista que todavía contienen algunas normas de nuestra legislación, aquello del buen padre de familia.

Con esta idea se nos planta en la cabeza El Órgano especializado que logra desentrañar -generalmente como producto, según nos gusta creer, de la discusión pausada y razonada- “el querer de la Nación”, “el espíritu del pueblo” y cuantas otras fórmulas se nos ocurran para aludir a algunas posiciones ideológicas-políticas que logran ganar la discusión; no por razón y verdad (cuánto no daríamos para que algo tan divino existiera en este mundo terrenal), sino por poder y alusión a ciertas formas de resolver los asuntos sociales que son del gusto de una mayoría o una minoría poderosa. He ahí el mito, pues se nos presenta una imagen divinizada de la Asamblea Constituyente, como un único individuo, consciente, justo, coherente, omnicompresivo, omnisapiente y siempre preciso, que tendrá la capacidad para plasmar en un texto esos nuevos pactos sociales o, bien, ese nuevo querer de la sociedad costarricense del siglo XXI. Ese es el carácter divino con el que se nos presenta, solapadamente, tal institución como solución a la ingobernabilidad.

En pocas palabras, el mito consiste en hacernos pasar como divino (entendido como algo idealizado y no real) lo que es materialmente terrenal, pues se encubre el componente humano en su creación y función. Al final de cuentas, no pasemos por alto, la Asamblea Constituyente reunirá seres humanos imperfectos, con posiciones políticas no muy claras, con prejuicios, con inclinaciones a soluciones simplistas predeterminadas y dogmáticas para los problemas complejos, y un largo etcétera de imperfecciones.

No olvidemos, en todo caso, que ante la convocatoria a una Asamblea Constituyente, quienes son los primeros llamados a postular integrantes serían los mismos partidos políticos de los que han salido los legisladores de los últimos tiempos, esos mismos que han sido tan descalificados y tan deslegitimados (vuelve la palabreja) por una gran parte de la sociedad costarricense.

En este punto, también agrego que son los mismos partidos políticos, incluidos los que enarbolan consignas religiosas, que muchas veces han abanderado luchas por el populismo punitivo, disminución de garantías (principalmente las penales), mantenimiento del Estado confesional, pretensiones de imponer morales religiosas como moralidad nacional (cuasiuniversal), el no reconocimiento de libertades individuales diversas, la eliminación de controles en búsqueda de “gobernabilidad”, entre muchas otras propuestas en contravía de la evolución de los derechos humanos.

Lo medular es que si tenemos un texto constitucional que permite una interpretación (como texto que es) y reformas, mecanismos que nos han servido para el mantenimiento de un cierto Estado Democrático de Derecho respetuoso de los derechos humanos, debemos pensar más de dos veces en abrir esa caja de Pandora que se llama La Constituyente y no creer ciegamente en instituciones con supuestas características míticas.

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