Opinión

Matar un indio: facetas de un crimen

Que Costa Rica no es la excepción a esta historia de violencia y despojo lo demuestra la invasión de tierras que estado había otorgado a grupos indígenas, donde diversas instituciones estatales ampararon, por acción u omisión, a los invasores.

El asesinato del dirigente indígena Sergio Rojas es un crimen en el que confluyen muchas historias. La cobertura noticiosa es y será la esperable: circunstancias inmediatas, investigaciones en curso, reacciones de autoridades, arresto o no de sospechosos, etc. Aquí y allá se mencionarán los antecedentes directos: los conflictos por la tenencia de la tierra en la región de Salitre, la violencia que ello ha desatado. Pero una comprensión del crimen menos epidérmica obliga a enmarcarlo en procesos históricos de larga duración, algunos seculares. Pues confluyen en este crimen historias tan novelescas y trágicas como la invasión y conquista europea de amplias regiones del continente americano, proceso al que sigue, con todo tipo de traslapes y excepciones, la consolidación y extensión de los sistemas coloniales montados tras dicha conquista. Posteriormente, cuando el grueso de estos sistemas coloniales se quiebran y surgen los países americanos, emerge un nuevo ciclo de violencias, ahora a cargo de los nuevos, o no tanto, grupos internos de poder. Esta última es una historia menos conocida, pues para las respectivas historiografías nacionales es más cómodo denostar la violencia de la “otredad” europea que reconocer la del “nosotros americano”. Un nosotros en el que rara vez tenían, y tienen, cabida las poblaciones y culturas indígenas, como no sea en funciones más bien exóticas. Desde los tratados entre pueblos indígenas y gobiernos -rápidamente incumplidos por estos- hasta las “guerras del desierto” en las pampas argentinas, pasando por la expoliación de tierras hechas al amparo de muy diversas leyes y medidas, la violencia nunca cesó. Que la conquista no había terminado lo demuestran procesos como las auténticas guerras que contra los indígenas se emprenden en la segunda mitad del XIX en países como los Estados Unidos y Argentina, y con menor intensidad a principios del XX en Chile. Que Costa Rica no es la excepción a esta historia de violencia y despojo lo demuestra, desde hace varias décadas y hasta el día de hoy, la invasión de tierras que el mismo estado había legalmente otorgado a grupos indígenas en regiones como Salitre, donde diversas instituciones estatales han amparado, por acción u omisión, a los invasores.  Los viejos conquistadores siguen vivos en quienes asesinaron a Sergio Rojas, pero no menos cierto es que la corona española sigue viva en el estado costarricense, que como aquella se ha dedicado desde hace décadas a emitir normas “protectoras” que luego no se ocupa de cumplir.

La historia, claro está, fue mucho más compleja que lo arriba dicho. Un ejemplo basta: la conquista del XVI, lejos de ser un enfrentamiento nítido entre europeos e indígenas, fue una guerra de grupos indígenas contra alianzas de europeos e indígenas, alianzas igualmente determinantes en la derrota de los aztecas y en la conquista “portuguesa” de la costa brasileña. Pero en medio de tanta complejidad, algo es innegable: la violencia contra los pueblos indígenas, hecha por intereses económicos y amparada y alimentada por el desprecio hacia su cultura, nunca cesó. Continúa vigente. El asesinato de Sergio Rojas pone al estado nacional y a la sociedad misma frente a un espejo inmisericorde. La imagen que nos devuelve es repulsiva y nos ubica en una encrucijada. El asesinato puede dar inicio a un proceso de afirmación y defensa de los derechos de las poblaciones indígenas, o puede profundizar la secular impunidad de su atropello. Estamos ante una encrucijada histórica: podemos intentar parecernos a la imagen que tenemos y vendemos de nosotros mismos, reforzando nuestras mejores facetas, o alimentar aquello que encontramos repugnante en otros, pero que también habita entre nosotros.

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