En una cancha embarrialada nadie puede jugar bien. El jugador más habilidoso termina en el suelo. Hay un derroche de esfuerzos. Existe el peligro inminente de que el jugador se lesione. Los equipos fácilmente pueden agredirse, hasta involuntariamente.
Así está nuestro país. Mentes lúcidas que saben diagnosticar los problemas nacionales y proyectar medidas creativas, no encuentran a quien poner el pase; los delanteros terminan en el suelo antes de anotar. Las faltas son muchas y el árbitro no alcanza a visualizarlas. Los equipos se van impacientando, y llega un momento en que la confrontación se vuelve inevitable.
En esas condiciones, nos enrumbamos, peligrosamente, hacia una sociedad anómica. El sociólogo Robert Merton explicaba el concepto de anomia, precisamente, apelando al ejemplo del juego donde prevalece la lógica del ganar a toda costa, es decir, haciendo caso omiso o infringiendo las reglas, o sea, un juego carente de normas. Aducía que la anomia se explicaba por la incompatibilidad entre las aspiraciones o metas sociales y los medios para alcanzarlas. Y ponía el ejemplo de la sociedad estadounidense, donde el éxito económico es el valor supremo, y al no ofrecer los medios adecuados para lograrlo resultaba en anómica. También, terreno fértil para el mesianismo, al estilo Donald Trump.
En nuestro país, la cancha se ha venido embarrialando por situaciones similares. Aspiramos al éxito económico: convertirnos en el primer país desarrollado de América Latina, montados en el barco de la globalización sin hoja de ruta. Se nos embarrialó la cancha desde el momento en que nos dejamos llevar por el cuento de que sin apertura comercial y tratados de libre comercio no hay paraíso; y cedimos más de lo necesario en materia de mercado financiero, telecomunicaciones, salud y educación pública. Es decir, dimos el brazo a torcer, en ámbitos estratégicos de desarrollo nacional socialmente progresista.
Algunos aducen que es de nostálgicos y trasnochados volcar la mirada hacia el Estado Social de Derecho, que se forjó en los años 40 del siglo pasado. Hay que reconocer que este tuvo sus desviaciones para favorecer intereses corporativistas; más propiamente, se convirtió en Estado benefactor y clientelar. Pero todavía somos deudores de sus grandes logros. Por otra parte, es cierto que no podemos marchar contra la corriente de la globalización, pero tampoco dejarnos llevar por ella como hoja que arrebata el viento. Se crean así las condiciones para el resurgimiento del caudillismo mesiánico y del discurso populista-clientelar con sus recetas simplistas y efectistas.
En condiciones de cancha embarrialada, la opción es el camino “difícil y estrecho”. Hay que trabajar en equipo para enzacatar la cancha y con un buen sistema de drenaje para que sea sostenible y duradera. Efectivamente, tareíta nada fácil, pero prometedora: nuevo “contrato social”, es decir, algo más, mucho más, que una nueva Constitución. ¿Acaso no se logró una reforma social y una modernización del Estado de largo aliento, en la década de 1940, uniendo voluntades de diverso signo ideológico, sin que mediara una nueva Constitución, pero sí una sólida conciencia y compromiso ético-político, social y humanista?