Opinión

¿En manos de quién dejamos la verdad?

El viejo adagio de que la verdad no peca pero incomoda se excluye a sí mismo, porque la verdad bien dicha incomoda al que

El viejo adagio de que la verdad no peca pero incomoda se excluye a sí mismo, porque la verdad bien dicha incomoda al que pringa y peca de atrevimiento al mostrar un asunto que alguien pretendía dejar en la parte baja del piso, quizá en alguna caverna de prisión exculpatoria, todo con buen candado.

El problema de la  verdad, entonces, nos lleva directamente al asunto de marras, algo que es estrictamente ideológico, aunque pareciera que va mucho más allá, pues tiene un perfil de intereses personales con los que se quiere jugar siempre a favor del que los protege, promueve y saca provecho de ellos.

Será que la verdad es tan relativa que no existe, y si existiera, lo que media entre la verdad y lo que no lo es, es un juego de romances con el que todo el mundo juega, tira la piedra y esconde la mano, pone las cartas sobre la mesa para jugar y se guarda bajo la manga lo que considera su as, para poner a su verdad en la línea de triunfo.

El porqué de esta afirmación tiene sus raíces enmarañadas en que la persona que hace la función de historiar, el investigador, el periodista, el comunicador, el político, el empresario, el sujeto que da su emisión abiertamente a otros, todas aquellas personas que gustan de posicionar la “verdad” en el centro de los problemas y en la búsqueda de soluciones efectivas, o a medias para remendar la gravedad del asunto que se trata, son nada más espejismos de revista y vanidad.

Porque al fin y al cabo la verdad hasta sus últimas consecuencias no la vamos a encontrar, alguien la tiene y no la muestra, o es una malla de cabaret donde la excitación es colectiva para hombres y mujeres, paredes adentro.

¿Es subjetiva la verdad? ¿Manipula información o cierta dosis de su cuerpo de estudio y revelación hacia los demás, la sociedad? He ahí el clavo caliente y de quién es el madero para clavarlo, o hundírselo sin conmiseraciones. ¿Quién es el clavador?, tanto el intelectual como los que se prestan al juego, y, finalmente, lo más obvio frente a la vista, el martillero.

La historia como ciencia es solo en términos de método y manejo lo más objetivo posible de los datos recabados como fuente para el problema a investigar. Todos los días, cada instante personal, es una fuente de historias, quantum historias de una sinergia fragmentada que no se desarticula para desentenderse del asunto que centra el interés de quien investiga, principios de búsqueda de la verdad; sino todo lo contrario, a cada mordisco y pérdida de tejido por ocultamiento, se recompone y reconstruye las redes del tráfico de influencias que quisieron descarrilar la investigación y la salida a la luz personal, familiar, empresarial, estatal o corporativa – a la palestra pública – de quién es cada quien y cuál es la conexión que tiene su cordón umbilical en la sociedad, qué lo alimenta y le permite seguir en circulación con su “verdad enmascarada”, o destapada hasta donde se le permite prosperidad, fama y fortuna. Ninguna persona física o jurídica queda excluida, ni la santidad de los más sagrados pilares de la sociedad.

Por eso, la verdad es la que quema sin ninguna consideración de piedad, la que expone y expropia por sí misma el objeto que se investiga y el sujeto que se beneficia de que no salga nada, no se le averigüe nada, todo se diluya y en nada quede, hasta que se olvide.

La verdad que vale es la que despelleja y no deja pluma ni vello en la piel de la corrupción.

Por eso, la verdad encajonada sin cojones ni ovarios de dignidad es de cobardes. Y más para los que tienen cargos públicos, pues en ellos se mira el espejo social de los administrados, el pueblo, el que confía en que la cosa pública es transparente, no por un vidrio de fantasía de cuentos de hadas, sino por el hacer diario de servir con las manos limpias.

En manos de quién podríamos dejar la verdad, sino en las nuestras, porque ahí sí sabemos con certeza quiénes somos, pero es limitada y poética.

La verdad es que necesitamos el látigo de la justicia a sangre fría, quizá lo que hace falta para la decencia de la administración pública y su cueva de ladrones en cada Gobierno.

 

 

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