El tema de los derechos humanos ha dejado de ser una exigencia de dignificación del otro como persona. Es ahora un discurso teatral que persigue obtener dinero de las ONG europeas o estadunidenses. Si antes, en un contexto regional conflictivo, nos fue posible referirnos a ellos como temas de conciencia, hoy más bien nos es necesario retomar la conciencia de esos temas.
Pues toda aquella situación del mundo que nos indigna constituye, para nosotros, un tema de conciencia. La indignación de nuestro espíritu se sustenta en el vínculo entre nuestra inteligencia y el universo de experiencias que sobrellevamos a través del cuerpo. Es por ello que todo tema de conciencia desemboca en acto de conciencia, superando el simple discurso elocuente o el hipócrita enfoque objetivo del académico.
Ante nuestras inquietudes no nos conformarnos con simplemente “valorar la situación”, tomamos una necesaria actitud hacia ella, pues los temas de conciencia apasionan nuestro espíritu por encima de solo distraer nuestra razón.
Lo que nos perturba en nuestro mundo nos provoca exaltaciones, y es a través de ellas que los temas de conciencia adquieren dimensión e intensidad. No pueden, por tanto, ser tratados con objetividad académica o discursiva. Esa actitud por demás impostural constituye tan solo un vulgar escaparate en el que se pavonean hombres mediocres, aquellos que son incapaces de arrebatar y exigir.
Nuestra conciencia exige solución a los apremios que percibe. Nuestro espíritu resuelve sus preocupaciones por medio de actos de conciencia frutos del compromiso apasionado. Solo con pasión se enfrenta la miseria del mundo y se construyen soluciones.
Es con pasión que nuestro espíritu condena las lastimosas rasgaduras de ropas que hacen los defensores de los derechos humanos al hablar desde un podio. Incapaces de presentarse en el escenario al que se refieren, o de intervenir en la situación que acusan, son menos capaces aún de cumplirlos como actitud consciente en su vida diaria.
Identificamos los temas de conciencia a través de la experiencia del mundo. Y reclamamos su solución ahí donde aparecen, justo del modo en el que cuerpo lo exige, actos de conducta incansable y comprometida con las soluciones que impone nuestra inteligencia, no con elocuentes peroratas. Lo que nuestro espíritu exige como solución es lo que nuestro cuerpo apremia como acto.
Nos involucramos en el mundo para solucionar sus urgencias, no para pensarlo por ocio, admiración, curiosidad, o deseo de conocimiento. Nuestra realidad no es una idílica imagen romántica, es más bien un escenario plagado de convulsiones. A la base del esfuerzo por comprender lo que vivimos y presenciamos en él, están las emociones apasionadas que nos provocan las situaciones que atestiguamos. Nuestro juicio es tan pulsional como lo son nuestros más heroicos actos.
Nuestra conciencia fundamenta actitud hacia el mundo a través de las reacciones que este provoca en el cuerpo; por ende, la experiencia de lo injusto y de lo que es carente de dignidad se nos manifiesta como indignación. Por ello, los temas de conciencia nos son tan diversos, como urgentes e imperativos. Su resolución es actividad de la inteligencia que se compromete con lo que le apasiona despreciando lo que la distrae, por elocuentes que sean la palabras y enormes los fondos internacionales que se reciben. Nuestra conciencia no tolera ausencias, ni carencias de pasión.
Antes que el hablar elocuente sobre los derechos humanos pretendiendo recibir aplausos y premios, nuestro espíritu exigente reclama el acto de conciencia de realizarlos en los diversos escenarios y situaciones de la vida diaria, tanto en lo que nos resulta público como lo que nos es privado.
Los temas de conciencia
El tema de los derechos humanos ha dejado de ser una exigencia de dignificación del otro como persona. Es ahora un discurso teatral