Opinión

Los programas del FMI aumentan la desigualdad: ¿Cuánto y cómo?

En nuestro país, estimaciones propias apuntan que el promedio del ingreso total de un hogar del primer quintil de la población, podría pasar de unos 200.315 colones hasta los 173.826 colones, lo que representa una reducción neta del ingreso promedio del hogar de un 13%.

Parte de la incertidumbre en torno de las discusiones sobre si es deseable o no recurrir a un apalancamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI) radica en el dolosamente obtuso espacio de marginación de las consecuencias sociales que su sola presencia trae.

Usualmente –no diré que “se falla” –, se oculta, de forma premeditada, el tamaño de la grieta y la profundidad de los costos sociales hundidos que devienen de los esquemas de consolidación endógena de los instrumentos de financiamiento del FMI, con toda su batería de condicionalidades y garantías.

Esto porque se han enquistado como (seudo) verdades incontrovertibles, tanto por una parte de la doctrina económica hegemónica como entre sus replicantes prebendarios –a cuyos efectos sirven, estos ajustes conservadores–, principalmente dos argumentos espurios con los que se invisibiliza lo pernicioso de sus consecuencias en el ámbito social. El primero es que aun cuando pueda existir una contracción en el corto plazo de la actividad económica, en razón de las políticas de ajuste, los programas traerían beneficios superiores como resultado de la restauración de la estabilidad macroeconómica en el largo plazo y segundo, que cualquier efecto pernicioso en la población tiende a desaparecer con el paso del tiempo (como si se tratara de una sarna tópica y pasajera; ver Ames y Cía., 2001).

Tales afirmaciones denotan no solamente una palmaria ignorancia del carácter multívoco de la actividad económica, inscrita en el ámbito de una realidad social diversa, sino una profesión de fe absoluta, el kerigma del derrame, que minimiza y deshumaniza, con suma violencia, la verdadera dimensión de las innominadas consecuencias para las personas y la sociedad en general, de la aplicación de las medidas del Fondo.

En segundo lugar, y de manera diáfana, los programas del Fondo Monetario Internacional aumentan la desigualdad y la pobreza. Esta es una afirmación tan lapidaria como demostrable, como pocas otras en ciencia económica; no lo digo solo yo, puedo citar al menos 10 trabajos en un período de 35 años, cuyos hallazgos y conclusiones corroboran este argumento (Pastor 1987; Garuda 2000; Vreeland 2002; Steinwand 2008; Oberdabernig 2012; Oberdabernig 2013; Forster et al. 2019; Schneider y Tobin 2020 y, cómo no, el más reciente, el de Valentin Lang, del pasado 2 de diciembre).

El interés principal del Fondo es el resguardo de las garantías de la deuda y el esquema de repago, generalmente esto viene acompañado de cortes abruptos en el gasto público para, aducen ellos, prevenir pérdidas financieras de los acreedores. Aparejadamente, las empresas multinacionales domiciliadas en estos países, usualmente, abogan por mercados laborales menos regulados, una menor carga impositiva (independientemente de las condiciones previas) y privatizaciones a los efectos de reducir costos de producción.

Y estos intereses se ponen de manifiesto mediante procesos de lobby y tráfico de influencias, una técnica muy arraigada en las economías latinoamericanas y los países de renta media-baja en los que el FMI tiene inherencia (así lo dice Dreher et al. 2019 y Malik y Stone 2017).

Estos patrones, proyectados como reformas estructurales, sugieren una agenda definitiva muy laxa y rígida, que también tiene consecuencias en la calidad de los procesos de implementación y discusión de política pública y labor parlamentaria; por ejemplo, vuelven muy atractiva su intervención desde el punto de vista del costo político, por cuanto los actores políticos domésticos tienen a utilizar como chivo expiatorio estos esquemas de condicionalidad, culpabilizándolos por los malos resultados (que en realidad devienen de su propia incapacidad) y para la dilución de responsabilidades en el ejercicio de sus funciones.

A su vez, este tipo de programas que combinan un vetusto esquema de liberalización con austeridad recalcitrante y a mansalva, provocan que los sectores más vulnerables adolezcan de la respectiva compensación por el riesgo distribucional: políticas de reducción del costo del despido, flexibilización del mercado de trabajo y el debilitamiento de los esquemas de protección colectiva del trabajo, son fuertes catalizadores de la desigualdad (ver Walter 2010) y si agregamos una constricción abrupta del sector público y la privatización de activos estatales (como dice Valentin 2016), el aumento de la desigualdad bruta se hace acompañar de un aumento en el desempleo.

Los efectos de estos esquemas de condicionalidad tienen especial incidencia en los países que lidian con problemas fiscales endógenos, como es nuestro caso. Esta discusión además comporta un corolario bastante más evidente: las prioridades del FMI divergen ampliamente de las necesidades de las personas, quienes usualmente están más preocupadas por el costo de la vida y el palmario recrudecimiento de las condiciones sociales, lo cual es especialmente relevante si consideramos que, ante la obvia ausencia de investigaciones contrafactuales (qué hubiera pasado si no se invoca al FMI), el nivel de respuesta gubernamental y empatía de lo público, con respecto a los niveles de pobreza y desigualdad, depende de que exista o no una robusta institucionalidad pública que asuma los riesgos redistributivos.

Doris Oberdabernig, de la Universidad de Vienna, afirma que, con los procesos de ajuste inherentes a la participación del FMI, los sectores de menor disposición de ingresos soportan en mayor medida los costos de la implementación del acuerdo, lo que promueve un aumento en la desigualdad en la distribución del ingreso y un aumento concomitante de la pobreza, medida por el número de personas que se encuentra bajo la línea de la pobreza (es decir, que sobreviven con menos de 2 dólares diarios).

Estos efectos en los niveles de pobreza son más fuertes durante el primer año de implementación del programa y se consolidan, ante la negligencia en la creación de políticas públicas compensatorias, en el término de tres a cinco años y son aún más patentes entre la población en condición de pobreza extrema.

La distribución del ingreso, medida tanto antes como después del sistema de redistribución (si es que queda alguno después de la implementación del programa), presenta un deterioro significativo. Pero, debe acotarse, que la profundización de la desigualdad no proviene de un enriquecimiento de los estratos superiores, sino que proviene de un deterioro en la disposición de ingresos de los grupos en los deciles inferiores; es decir, hay un ensanchamiento y amplificación de la brecha, no necesariamente porque los ricos se hagan más ricos, sino porque los pobres se hacen más pobres.

La magnitud de este aumento en la desigualdad, en promedio, ronda el orden del 34% y el 51%, con arreglo al panel de países examinado por Lang. En nuestro país, estimaciones propias, utilizando el modelo propuesto por Valentin Lang, apuntan que el promedio del ingreso total de un hogar del primer quintil de la población, podría pasar de unos 200.315 colones hasta los 173.826 colones, lo que representa una reducción neta del ingreso promedio del hogar de un 13% y en términos de mercado laboral, la tasa de desempleo abierto en el quintil de menor disposición de ingresos, aumentaría en cerca de un 1% (0.83%), pasando de un 38.0 a 39.83%.

Es un craso error, no solo desde el punto de vista económico sino desde el punto de vista moral, desdeñar de la relevancia de los efectos de la aplicación de los programas del FMI en las condiciones sociales de la población e iniciar un proceso de ajuste al abigarrado estilo FMI, sobre todo si las discusiones a priori versan sobre la depredación de lo público, medidas de austeridad autocomplacientes y complacencias clientelares. La desigualdad pone en solfa el proceso de creación de capacidades y la garantía de disfrute de los derechos humanos fundamentales a través de la consolidación de estamentos divergentes y laceración concomitante del pacto social.

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