Opinión

Los años funestos

Remedio para desmemoriados, revulsivo contra la mitomanía política costarricense, novela policíaca, novela de terror, historiografía sin notas de pie de página

Remedio para desmemoriados, revulsivo contra la mitomanía política costarricense, novela policíaca, novela de terror, historiografía sin notas de pie de página –llámelo como prefiera– lo cierto es que al navegar por las páginas de El año de la ira, de Carlos Cortés, nos sumergimos en uno de los capítulos ignominiosos de la historia de Costa Rica: la dictadura de los hermanos Tinoco y, en específico, la indagación sobre quién asesinó a Joaquín Tinoco, hermano y Ministro de Guerra del presidente Federico (Pelico), el 10 de agosto de 1919.

Cortés nos informa de los esbirros Patricio Araya, Arturo Villegas, entre otros. Uno imprimía con hierro de marcar ganado la piel de sus víctimas. Otro dibujaba a cuchillo sus iniciales en los cuerpos torturados, imitando al pintor que con orgullo firma su obra de arte. Esos atormentadores tuvieron su descendencia en el cubano Tavío, brazo terrorífico del calderonismo, inmediatamente anterior a la Guerra Civil del 48; y en los autores materiales e intelectuales del crimen del Codo del Diablo, perpetrado durante la Junta de Gobierno figuerista (1948-1949). Todos quedaron impunes, excepto Tavío quien –informa Cortés– fue arrojado a la bahía de la Habana para dialogar con los tiburones, como parte del arreglo de pago de los revolucionarios de la Sierra Maestra, a cambio de armas que les llegaron de Costa Rica, se dice.

Quienes pretendieron derrocar la dictadura mediante las armas siempre fueron vencidos por el ejército de Joaquín Tinoco: Rogelio Fernández Güell, cuyo nombre lleva la calle central de San José; el salvadoreño Marcelino García Flamenco y los hermanos Alfredo y Jorge Volio. Víctima el primero de la fiebre amarilla en Granada y el segundo –el único profeta que ha dado esta mi desteñida Iglesia católica costarricense– el fundador del Partido Reformista, tan combatido por la alta clerecía. También figura Julio Acosta, presidente de 1920 a 1924, acusado de prolongar un tinoquismo sin Tinoco por preferir el perdón y el olvido en vez de castigar a los colaboradores de la tiranía.

El río Torres devino personaje siniestro de tanto bordear el barrio Amón, el zoológico y los linderos de la Penitenciaría, de donde recibió aguas hediondas y cadáveres destrozados por una explosión que voló parte de la Peni y del cuartel que alojaba. Un revólver, tal vez el del magnicidio, se encontró en su fondo fangoso.

No fue por las armas que cayó la autocracia, sino por la rebelión de las maestras, de las muchachas del Colegio de Señoritas y los estudiantes del Liceo de Costa Rica y el Colegio Seminario, ¡enaguas y pantalones bien ajustados! Ellos iluminan la historia patria, como la iluminó el 13 de junio de 1919 el fuego vengador que consumió las instalaciones del periódico La Información.

Contribuyó al derrumbe de Federico Tinoco que el presidente Woodrow Wilson le negara el reconocimiento diplomático, república cafetalero-bananera de antes, de ahora ¿y de siempre?, hoy atascada en las ciénagas de la globalización.

Carlos Cortés se entretiene, con sutil ironía, en las sesiones del espiritismo y en los claroscuros de la teosofía, tan en boga en aquellos círculos oligárquicos; se entretiene en la comodidad de nuestros santones liberales del Olimpo, algunos en silencio socarrón e irresponsable, al estilo de Ricardo Jiménez, la mayoría colaboradores del tinoquismo, como Roberto Brenes Mesén y Cleto González Víquez.

Mucha tinta dejó en el tintero nuestro autor. Ojalá decida profundizar en nuevos aspectos de aquel Año Funesto –título, por cierto, de un libro de Jorge Volio, donde analiza el comienzo de la tiranía, reeditado por la EUNED.

En fin, quien no le tenga miedo a la verdad, que siempre nos libera –si le creemos al Evangelio de Juan–, que devore el libro.

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