Los Ángeles, noviembre de 2001. Las noticias reportan conmoción general en un suburbio de esta megalópolis, cuando un grupo de señoras boicotea la creación de un albergue para enfermos del SIDA, obra del programa de servicio social de una las iglesias locales. El propósito de tal institución, según lo refiere su director, era el de ofrecer atención médica y confortación moral a aquellas personas que atravesaban la fase terminal de la enfermedad y cuyas limitaciones económicas les vedaban el acceso a hospitales privados. Las damas en cuestión adujeron que el establecimiento confería una mala reputación al vecindario y acarreaba la inevitable depreciación de sus propiedades. Las airadas señoras resultaron por demás pertenecer —¡oh, indecible ironía!— a todos los clubes filantrópicos de la alta sociedad angelina. En vano apeló el director a los universales conceptos de la caridad y la solidaridad, en vano insistió en la índole no solo letal, sino además atrozmente onerosa de la enfermedad. A dos meses escasos de su inauguración, el juez distrital sentenciaba irrevocablemente la clausura del establecimiento.
Apenas puedo pensar en un concepto tan desvirtuado hoy en día como el de la compasión. Se le suele tener por un sentimiento incómodo para quien lo experimenta y denigrante para quien lo inspira. Pero la etimología del término, tal y como la examina Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, apunta a algo muy diferente. Compadecer significa padecer-con, sufrir-con, es decir, compartir en nuestra propia carne el dolor del prójimo. Sacrificio supremo y responsabilidad cimera, muy poco afines a la “caridad” de esas señoras ricas, que creen poder comprar la eterna beatitud “en cómodas cuotas mensuales”, con un diezmo por aquí y una ocasional limosna por allá.
La naturaleza del ser humano es tal, que el dolor compartido se convierte en medio dolor, mientras que la felicidad compartida se transforma en doble felicidad. Nada une tanto a los hombres como el sufrimiento: es esta una verdad de la que cualquier pueblo martirizado, cualquier etnia segregada, cualquier secta perseguida puede dar testimonio. Del dolor común brota la solidaridad, es decir, la capacidad de los hombres para sufrir juntos y trascender, por un momento siquiera, el nauseabundo calabozo de su soledad radical, de lo que Fromm llamaba “el drama de la separatidad existencial”. Esto, y no otra cosa, es la compasión, tan próxima al amor que casi podría decirse que son lo mismo; tan inherente al ser humano, que únicamente las más desnaturalizadas criaturas podrían desconocerla.
Los seres humanos, que han institucionalizado y ritualizado los actos de reír, comer, jugar y aun orar juntos, no han aprendido, por el contrario, a llorar juntos. Si la risa es un fenómeno eminentemente social, el llanto es, en cambio, el más solitario de los actos, el momento íntimo por antonomasia. Es una verdadera pena, porque si hay algo en nosotros que merecería ser compartido son, precisamente, las lágrimas. Acaso así nos daríamos por fin cuenta de que, de una u otra manera, quizás todos lloramos por lo mismo. (Kodály describe, en su estudio sobre la música autóctona magiar, cómo loscementerios de las aldeas húngaras se convertían en auténticos órganos cuando el lamento colectivo de los campesinos reverberaba, durante el día de los muertos, entre las paredes de los camposantos. Tal práctica es, sin embargo, excepcional en las culturas occidentales).
Nuestra sociedad premia la risa (el contador de chistes es siempre el alma y héroe de la fiesta) y castiga el llanto (para llorar, la gente tiene que ir a esconderse al baño o a su habitación, y cubrirse la cabeza con la almohada). Llorar es una impudicia, una obscenidad. Y algo peor: un memento mori para quienes están alegres y no quieren saber nada del dolor de sus semejantes.
Nada en el mundo merece tanto respeto como el dolor humano. Todo lo demás es secundario, intrascendente, mera frivolidad. Es lo que comprendieron espíritus como San Francisco de Asís, Albert Schweitzer y la Madre Teresa de Calcuta. Es lo que quizás jamás comprenderán las filantrópicas damas de cierto condado angelino, donde un sueño de amor y empatía fraternal venía de ser hecho trizas.
Y no puedo menos que evocar a aquel altivo príncipe del cuento de Poe, que para burlar a la “Muerte Roja” —la peste que asolaba sus dominios—, se atrincheró en su fortaleza inexpugnable y se entregó al frenesí de una eterna mascarada con sus cortesanos favoritos, mientras afuera el pueblo agonizaba a las puertas de palacio. Y ahí creyó haber encontrado la seguridad y el olvido… hasta que una noche cualquiera la muerte descubrió la forma de infiltrarse en su pequeño, hermético mundo de oropel, antifaces y risas vanas, congelándolo todo al soplo de su hálito fatal.
Porque quien le vuelve la espalda al dolor del prójimo se vuelve la espalda a sí mismo, y quien camina una sola legua sin amor, camina amortajado hacia su propio entierro.

