En una de las últimas entrevistas que concedió el genial pintor surrealista Salvador Dalí, el artista comentó sus terribles discrepancias con su padre, notario de profesión, quien no podía soportar las faltas de ortografía. Por ese motivo su rebelde hijo decidió en una ocasión escribir la palabra revolución con cuatro faltas de ortografía. De esta manera empezó la redacción con una doble R, después una B en lugar de V, después dice que se tomó un descanso y escribió una H en medio y finalmente una T (RREBOHLUCIONT).
Sirva esta anecdótica ilustración para proponer una tentativa de deconstrucción ideológica de este concepto, dirigida especialmente a todos aquellos que en todo momento desean imponer una visión sesgadamente politizada de la realidad. Incluso una deconstrucción semántica, porque siguiendo la segunda definición del diccionario de la RAE, revolución es un cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación. Sin duda, los procesos revolucionarios que marcaron la segunda mitad del siglo XX dejaron una impronta indeleble en varias generaciones de jóvenes románticos. Sin embargo, la mayoría de estas experiencias, inicialmente liberadoras, sucumbieron al rígido código deontológico marxista-leninista y degradaron en un régimen autocrático que terminó enajenando en todos los sentidos la libertad de sus ciudadanos, frustrándose para siempre la esperada emancipación.
Sin embargo, a pesar de todo lo ocurrido, por si no fuera suficiente, siento que todavía siguen resonando en los partidos y movimientos políticos, tradicionalmente llamados de izquierda, ecos atávicos de este discurso monocromático, hermético, ideológicamente sectario, demagógico y maniqueo propio de los años de la Guerra Fría. Queda todavía pendiente, a mi juicio, la construcción de una narrativa unificadora, transversal que se enfoque en una renovación de carácter filosófico y cultural de los valores y esquemas de comportamiento del ser humano. Un relato que invoque, en palabras de Albert Camus, a una rebeldía metafísica, capaz de transformar su condición humana y la creación entera.
Fue precisamente Albert Camus con su obra El Hombre Rebelde (1951), quien dinamitó intelectualmente los cimientos del rígido pensamiento marxista de la época, y que terminó por recibir la excomunión eterna por parte del establishment intelectual parisino liderado por Jean Paul Sartre, situación que de modo alguno perturbó su alma independiente y libre. En esta obra clarividente y radical, Camus argumenta que estas revoluciones fracasaron en su utópica búsqueda de la emancipación universal, al estar basadas en la imposición de principios absolutos de justicia y libertad, que negaban, a su vez, la existencia de valores trascendentes. Principios absolutos que terminaron por contradecir, inevitablemente, la rebelión individual inherente en el ser humano. La libertad individual necesaria para rebelarse y emanciparse, definida según Simone Weil, de cuyo pensamiento es deudor el propio Albert Camus, como la capacidad de pensar y actuar en consecuencia sin condicionamientos externos.
Este mes de marzo ha sido testigo de dos acontecimientos excepcionales, de dos expresiones rebeldes, que a mi juicio van a definir la evolución de este errático y paradójico siglo XXI. Por un lado, el viernes 8 de marzo, el histórico día internacional de la mujer trabajadora, que tradicionalmente ha sido una jornada de carácter meramente simbólico entre los reducidos movimientos feministas, amaneció, por segundo año consecutivo, con una convocatoria de huelga y movilizaciones generalizadas, que en muchos países fue un éxito arrollador. Un movimiento que felizmente ha terminado por brotar de forma volcánica convocando a millones de mujeres de cualquier condición, edad, cultura y clase social. En definitiva, un movimiento de corte transversal que irrumpe con fuerza sísmica para derribar los rígidos pilares ancestrales del patriarcado en nuestras sociedades.
Una semana después, el 15 de marzo, las calles de miles de ciudades en el mundo se llenaron en esta ocasión de adolescentes, jóvenes, estudiantes de institutos y universidades, exigiendo acciones urgentes y comprometedoras contra el cambio climático. Conectados globalmente gracias a las redes sociales a través del llamamiento digital #FridaysForFutrure, los millones de convocantes reclamaron un futuro con garantías, ecológicamente sostenible, habitable, perdurable, sano, justo. Este acontecimiento global, absolutamente inédito en la historia, viene precedido e inspirado por el empeño solitario de una joven sueca de entonces 15 años llamada Greta Thunberg, quien, en un acto de rebeldía, al mismo tiempo inocente y comprometido, decidió por cuenta propia renunciar a ir a clases todos los viernes hasta que su país se comprometiera firmemente a cumplir los Acuerdos de París.