Opinión

Las complejidades geopolíticas de una guerra EE. UU. – China

Los termómetros están altos en ese momento, porque Trump ordenó el cierre del consulado de China en Texas decisión que, al parecer, responden más al complicado ambiente electoral en EE. UU

Decía Huston Smith, estudioso de la cultura: “Nos encontramos en un momento de la historia en que cualquiera que sea solo japonés, americano, chino; oriental u occidental, es solo medio ser humano. La otra mitad que late con el pulso de toda la humanidad está aún por nacer”. Cada vez que hay una amenaza de guerra esa otra mitad del ser humano a la que alude Smith no acaba por nacer. En qué nos convertimos o nos identificamos los seres humanos cada vez que hay una escalada bélica. Las crecientes tensiones entre EE. UU. y China de nuevo preocupan al mundo, más se parecen a estrategias distractoras que reales, por parte de Trump en plena campaña electoral, aunque nada se puede descartar que valga una confrontación de cualquier tipo. Un mundo en este momento con las economías en recesión, ya trastocadas desde antes de la pandemia, su recuperación tomaría años según sea el país. Aquellos conceptos como disuasión, contención y apaciguamiento entre potencias, ante un nuevo conflicto, no dejan de tener vigencia.

Desde que empezó la guerra comercial de Trump contra China en 2018, valga hacer un análisis de las complejidades geopolíticas que harían improbable un conflicto desde el punto de vista militar, pero sí posible desde otros ámbitos de las relaciones internacionales. Por ahí del 2005 recuerdo que en The Atlantic Monthly leí un artículo donde se advertía que el complejo militar chino, que ya estaba en marcha, más el proyecto de hegemonía en el Pacífico (por décadas bajo el dominio estadounidense desde Hawái hasta la isla Diego García en el Índico) daría a China los primeros insumos de potencia regional y a EE. UU. los primeros sobresaltos de preocupación. China y su gran salto adelante, parafraseando a Deng Xiaoping hace 40 años, ya estaba definido que ocurriera en la década de los 90, poniendo en “peligro” cualquier papel hegemónico estadounidense.

Desde la creación del U.S. Pacific Command (Pacom) en 1947, ya daba paso a un desafío por el control de la región marítima. Una guerra fría que, para aquel entonces en la academia se discutía mucho, más allá de los juegos de la guerra que el Pentágono trazaba en el libro The Pentagon’s New Map y el libro del mismo Kaplan, La venganza de la geografía, sobre conflictos que “faltaban por hacerse”. En ese momento Irak y Afganistán ya estaban en esa lista que el nuevo Pearl Harbor (torres gemelas) justificaría para que la reingeniería neoconservadora (neocons) lanzara nuevas guerras contra esos dos países. Durante la década de los 90 EE. UU. buscó ser la única superpotencia con el fin de la Unión Soviética y que, según cálculos estratégicos (que por supuesto fallaron), dieron por un hecho que no habría una nueva potencia que desafiara a EE. UU., al menos en el mediano plazo. El silencio dice mucho y el ruido aturde, delata y es una desventaja, reza un proverbio chino.

China emergió durante 40 años en silencio, más haciendo que hablando, dejó que la creyeran la potencia inviable por su régimen comunista opuesto al mercado, hasta que sus “pies de barro” patearon duro. Sus detractores señalan a China como una potencia que conquista espacios geográficos en el Pacífico y de marcar fuerte presencia en lugares como América Latina y África. En política internacional la intencionalidad del olvido es fuerte. Qué hicieron las potencias europeas imperiales en África durante 200 años. Qué no hizo EE. UU. en el mundo, valiéndose de los almirantes Harlford Mackinder y Afred Thayer Mahan, a finales del siglo XIX e inicios del XX, sino delinear lo que debía hacerse en los mares para arrebatarle el dominio a su rival británico que, luego se convirtió en su hermano y aliado, por historia y necesidad geográfica. El extraordinario libro Globalization and Maritime Power, de Tangredi, lo define muy bien. Ahí empezó a tener un gran auge la geopolítica marítima del Almirante J. G. Stavridis, quien categoriza el Pacífico como “la madre de todos los océanos” por su inmensidad, cubriendo toda la superficie terrestre del planeta. En esa inmensidad hay islas de todo tipo, con muy diversas culturas y esas islas en disputa con China en el Pacífico son parte de la tensión marítima con EE. UU. En la visión de la Geopolítica Crítica de Gearoid Ó Tuathail o el libro Profundidad Estratégica de Ahmed Davutoglu, donde se definen patrones y códigos geopolíticos de cómo un país se convierte en una potencia, representa inevitablemente en un aumento de nuevas tensiones. Las tensiones no son porque China sea una potencia, sino por la rapidez de su extensión a otras regiones. Y eso porque más ha estudiado China de la geopolítica de Occidente que de este lado del mundo hacia ese “extraño e inentendible” Oriente, una cosmovisión de mundo muy limitada de dos mundos cerrados.

A inicios del nuevo milenio ya se presagiaba una guerra fría entre EE. UU. y China, con guerras subsidiarias en terceros países. No obstante, es un enfrentamiento en lo tecnológico, comercial, proteccionismo de mercados y en lo estratégico-militar como respaldo. Los realistas políticos (un ala dura de la política estadounidense) ven en China una gran amenaza, la acusan de espionaje como si esta forma de obtención de información no fuera utilizada a diario por las potencias tradicionales. Los realistas del comercio en cualquier orden político ven en China un gran lugar para invertir y un pilar más del mundo globalizado. La competencia, en todos los órdenes, ya sean económicos, políticos o estratégicos, con el gigante asiático, es uno de los principales desafíos de Occidente para esta primera mitad del siglo XXI, ya lo dijo hace más de dos siglos Napoleón Bonaparte: “es un gigante dormido, dejad que China duerma, porque cuando despierte, el mundo temblará”.

Los termómetros están altos en ese momento, porque Trump ordenó el cierre del consulado de China en Texas decisión que, al parecer, responden más al complicado ambiente electoral en EE. UU. y desviar la atención de la variedad de problemas internos que aquejan al presidente más polémico de la historia estadounidense. Solo después del 3 de noviembre se podría decir (no asegurar) que pasaría en el mundo si esta guerra fría continúa o de si esta se detendrá. Lo que hace Trump, en caso de perder las elecciones, es dejar avanzada una política de confrontación con China y comprometer a Biden a continuarla. Habría que ver si Biden tomaría esa estafeta o cambiaría radicalmente la política exterior. En los últimos 15 años la política estadounidense ha estado en el vaivén del “smart power”, “hard power”, “soft power” y más reciente en el “stupid power”.

Los constantes ataques de Trump contra la OTAN y los europeos se deben a que no puede desarrollar el tipo de concepción bélico-estratégica necesaria y con capacidad de reacción que sirva en su política de confrontación contra China. Por eso, EE. UU. apuesta a Pacom porque está más cerca del escenario geográfico y de una posible confrontación marítima con China como el centro de gravedad de la estrategia militar. El Pacom y el U.S Central Command (Centcom) en el Medio Oriente se fundan, ambos, en una multitud de arreglos bilaterales con países y que toca intereses chinos en lo comercial y militar. La excepcionalidad en esta dinámica geopolítica son las artificiales Islas Spratly, gigantesco proyecto industrial-militar de China en medio del Pacífico que le garantiza a Pekín una presencia militar permanente que trastoca el centro de gravedad estadounidense. Ambos están tan cerca que alejarse no es una opción.

Aunque opuestos a una confrontación abierta con China, el Pentágono hace rato no tiene guerras como las lanzadas ilegalmente en Irak y Afganistán hace casi 20 años. Ante esta escalada entre EE. UU. y China, lo que hoy debería imponerse es la flexibilidad pragmática de Nixon, Ford o Bush en una suerte de “realpolitik”, capaz de preservar un equilibrio con apoyo de alianzas con diversos gobiernos. Pero también un Xi Jinping, considerado el Deng Xiaoping moderno, dispuesto a llevar a China a lo que corresponda en su desarrollo, menos a la guerra. Cada vez que hay amagos de conflicto, surgen quienes dicen que el mundo no aguantaría una guerra más. Siempre hay lugar y tiempo para una guerra más, mientras esta, como dice Sun Tzu, se gane en los templos, donde la disuasión, la contención y el apaciguamiento son las mejores armas.

Precisamente, China ha desplazado muchas de sus defensas hacia la zona occidental del país para golpear con una gran precisión cualquier emplazamiento marítimo militar de EE. UU., lo cual moralmente sería desastroso para Trump que, en los cuatro años de su administración, se ha jactado de ser el más poderoso del orbe. En una guerra contra China, las alertas tempranas no serían suficientes y muchos aliados de EE. UU. en el Pacífico se verían obligados a entrar en una guerra que no quieren. No es suficiente el material bélico de EE. UU. en bases militares en el Pacífico como para enfrentarse en una guerra en mar abierto con la rapidez con la que actuaría China. Es más, hoy el emplazamiento de bases militares y puertos estratégicos en los países del sur de China, en el denominado “collar de perlas”, son mayores a los que tiene EE. UU. en la región, aparte del reacomodo que ha hecho el Pentágono después de los atentados del 11-S en el Medio Oriente que, tienden más a circundar a Irán (otra guerra que se cuece a fuego lento) a través del Centcom, mientras que el Pacom mantiene su vigilancia sobre China.

Un “realpolitik” militar chino existe, de eso hay duda, y llegará el momento en que China deberá hacer uso de sus fuerzas armadas en condiciones ofensivas o defensivas, por la defensa de sus intereses estratégicos-militares, comerciales y políticos. Además de que los chinos ya han generado cierta animadversión en algunas regiones donde su presencia es fuerte en África, un fenómeno inherente en otras potencias por sus alcances extraterritoriales. Paul Kennedy decía en su libro The Rise and Fall of Great Powers que los imperios o las superpotencias se sostienen o caen desde su periferia y esa periferia tan disímil, pero tan necesaria tiene un alto costo económico, político y militar. En el Pacífico ningún país quiere una confrontación bélica entre China y EE. UU., las alianzas son complicadas porque tienen relaciones con China y EE. UU. a la vez y resultarían inútiles para los propósitos de una guerra.

Y la Unión Europea, relegada por la administración Trump, es un factor de riesgo para EE. UU. porque no apoyaría ninguna confrontación contra China. Por el contrario, Europa ya tiene alianzas con China como parte de esa autonomía defensiva que tarde o temprano hará trizas a la OTAN y a los nuevos trazos de una política de defensa común europea independiente. Rudyad Kipling solía decir: “Occidente es Occidente y Oriente es Oriente, y estos mundos jamás se encontrarán”. Algunos estudiosos consideran que los términos Oriente y Occidente representan dos almas, dos modelos cognitivo-operativo-emocionales, “dos categorías socio-antropológicas”, dos universos aparte que reposan, a su vez, en presunciones e ideales distintos y aparentemente incompatibles.

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