Las familias se encuentran mediadas por la dinámica de las relaciones sociales en las que se desarrollan, en ellas reside de manera constitutiva un carácter histórico y dinámico; conforme las condiciones en las que se desenvuelven varían, los grupos familiares lo harán en similar proporción. Es entendible, entonces, que de manera contemporánea, en sintonía con las transformaciones sociales, económicas y políticas experimentadas por Occidente posterior a la década de 1980, los grupos familiares fueran objeto de un conjunto de redefiniciones en sus dinámicas y estructuras.
En términos contextuales posterior al periodo en mención, las familias en correspondencia con la sociedad, atravesaron una serie de transformaciones derivadas del ascenso de la ofensiva neoliberal; un proyecto que se articuló en el imaginario social alrededor de la idea de sanear las finanzas públicas del Estado, frente al supuesto exceso de gasto dirigido a la intervención de la “cuestión social”; contrario a lograr lo aparentemente propuesto, provocó el detrimento de las condiciones de vida de la sociedad. Profundas fueron las repercusiones para las familias costarricenses, sus miembros, y como parte de estos, la niñez y la adolescencia.
Las transformaciones en la organización social se expresaron mediante diversos cambios en el mundo del trabajo, a final de cuentas el discurso que criticó la intervención estatal referida a la “cuestión social”, ocultaba el interés del capital por incursionar en nuevas vías para su reproducción. La desaceleración del Estado en materia de política social, así como la precarización y flexibilización laboral son muestras de esos cambios; la desprotección social, el desempleo estructural, el hacinamiento habitacional, la migración y la autogestión local de necesidades, fueron algunas de sus expresiones; ante ese cuadrante contextual que actúa en dirección contraria a la satisfacción de las necesidades básicas de las personas, la constitución de una vivencia familiar exenta de violencia se tornó un asunto complejo.
Por esa razón, una lectura acerca de la violencia que afrontan las personas menores de edad en nuestro país, si bien debe incluir la cultura adultocéntrica y patriarcal que históricamente se ha desarrollado en torno a la población, también debe considerar dentro del análisis, las complejas tramas del mundo contemporáneo. Si es retomado el planteamiento inicial sobre la inexorable relación entre los grupos familiares y la sociedad, es probable que la violencia ejercida sobre esta población no se derive exclusivamente de los comportamientos individuales de sus figuras parentales por ejemplo, sino principalmente de la reproducción de las relaciones sociales mediadas cada vez más por la imposibilidad de satisfacer las necesidades básicas humanas.
Lo anterior representa un desafiante reto para la intervención de la “cuestión social” como detonante de la ascendente violencia que se expresa en la sociedad, inherente a ese movimiento en las familias, y como parte de ellas, en las personas menores de edad; un plano de acción para atender esa violencia acrecentada en la actualidad por el conflicto social, es la ampliación de la democracia, su concreción mediante el ejercicio pleno y la construcción de derechos sociales y económicos, hoy en picada, posibilitará ética y políticamente contribuir a una problemática que, sin duda, su explicación e intervención trascienden el plano de lo singular.