Opinión

La vigencia de la colonialidad: el caso de Finca San Andrés

A pocos días de la conmemoración del 12 de octubre del año pasado, nuestro equipo de trabajo realizó una visita a la recuperación de tierras

Equipo del Atlas de Cartografía Participativa del Pacífico Sur

A pocos días de la conmemoración del 12 de octubre del año pasado, nuestro equipo de trabajo realizó una visita a la recuperación de tierras en Finca San Andrés en el territorio indígena de Térraba, cantón Buenos Aires de Puntarenas, considerado el cantón cuna de los pueblos indígenas de Costa Rica. A nuestra llegada, nos encontramos con una reunión en la que participaban las personas recuperadoras, la actividad y su relato colectivo fueron la ventana que permitió asomarnos a una realidad que de manera contemporánea reescribía los patrones de la historia colonial.

Son 9.300 hectáreas de territorio Térraba, pero solo el 20% se encuentra en manos BroRan, nombre que este grupo indígena reivindica para autodenominarse. Para entender esto, el paisaje del lugar puede servirnos para comprender la situación. A un lado de donde nos encontrábamos, estaba la montaña, antes cubierta de bosque, convertida en un potrero ganadero resultado de una venta de terreno que se dio de manera irregular dentro del territorio; al otro lado, la Finca Volcancito, un lugar que la Asociación de Desarrollo Integral Indígena (ADI) entregó a no indígenas en algún momento, y sin el consentimiento del resto de personas que habitan el territorio. En el centro, justo donde nos ubicábamos, la Finca San Andrés, una recuperación empeñada en negar la historia de despojo escrita desde las instituciones que el Estado designó como representantes legítimos de los pueblos indígenas.

En 1973, por medio de la Ley 5.251, se crea la Comisión Nacional de Asuntos Indígenas (Conai) como el ente central que a nivel nacional coordina la distribución de recursos y la administración de las Asociaciones de Desarrollo Integral Indígena (ADI), que funcionan como un gobierno local dentro del territorio de los pueblos originarios, para representar los intereses de sus asociados. Sin embargo, al mirar críticamente el caso de Finca Volcancito nos encontramos con otra realidad, en la cual lo legal no necesariamente es justo y legítimo.

En la visita que realizamos, las personas nos contaron que el 28 de junio del 2015 la Finca el Volcancito pasó a manos de no indígenas. El Instituto de Desarrollo Rural (Inder) compró las tierras a un sujeto de apellido Beita y las entregó a Conai, esta la traspasa a la ADI; sin embargo, por intereses económicos privados la finca fue cedida a población no indígena. Con este ejemplo y para no repetir esta historia del despojo, 40 familias deciden recuperar las tierras de Finca San Andrés. En octubre del 2015, la ADI les acusa de usurpadores, sabiendo que bajo ese estatus les sería difícil acceder a servicios públicos como electricidad, y así el 3 de marzo del 2016 les impone una demanda a estas familias por ocupación de tierras sin permisos. Hasta la fecha, en términos generales, esta situación se mantiene, a pesar de las amenazas y la violencia, las familias siguen habitando y trabajando la finca.

Ante este panorama de violencia histórica, ilustrado en esta experiencia y otras como la represión y falta de reconocimiento estatal de la lucha por la aprobación del proyecto de ley de Autonomía Indígena en 2012, es que estos pueblos han decidido hacer de la autonomía una alternativa que permita la práctica de su forma de vida en los territorios, cuestionando las “soluciones” parciales que el Estado les ofrece. En este sentido, la autonomía solo puede realizarse como una vivencia cotidiana que reafirma la dignidad, que se gesta desde la defensa del territorio, de la vida y de la cultura, que no depende de las decisiones que de manera unilateral y vertical se toman desde las instituciones y personas que no representan los intereses de quienes por derecho son los poseedores ancestrales de esos territorios.

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