Como dicta el mandato de la celeridad, que determina la dirección de los valores de la época, los institutos que por naturaleza demandaban ser profundos e intrínsecos, hoy se antojan superficiales y extrínsecos.
La sensualidad moderna es eso: superficial y extrínseca. Ese nuevo carácter de frivolidad, la hace aparecer constantemente en el relato justificativo que es usual a la doctrina. Yo, en particular, tengo una hipótesis acerca de la doctrina como material. La doctrina, como sustento de un credo, suele ser suficientemente dúctil para rellenar los espacios vacíos que deja la ausencia de profundidad retórica.
Justamente ese temperamento, cuando es fundamento de un credo, la hace poco densa, fluida, perfecta para rellenar -como mencioné- los espacios vacíos que deja la irracionalidad. El credo toma la forma del recipiente que lo contiene, es superficialmente sensual y sabe abarrotar los espacios que deja el rigor de exigir la comprensión absoluta y plena de los fenómenos sociales.
Tal rigor de la comprensión racional y amplia de la realidad, reclama, no solo estudio desapasionado, sino empatía; pero no empatía tolerante, sino empatía habitante y empatía compareciente, de manera que el discurso, sus respectivas conclusiones y las acciones que le puedan suceder, hayan concebido la mayor cantidad de realidades, de contextos y circunstancias.
Pero ayer vimos todos, en el Plenario Legislativo, en medio de la discusión del proyecto que impone sanciones al crédito extorsivo, conocido como “gota a gota”, un vivo ejemplo de los dos tipos de discurso que menciono: el primero, que es flagrantemente sensual y uniforme -como todo credo- y uno más, el segundo, contestatario, más enterado de cómo las realidades económicas se conjugan con las necesidades sociales y que invita a dar una discusión más profunda acerca de la naturaleza y las causas del fenómeno de la deuda.
Es muy tentador, casi en la misma medida en que lo es superficial, decir que la proliferación de los préstamos extorsivos se debe principalmente a la aprobación de la Ley contra la Usura en el crédito. Irónicamente hay algo de humorístico en esta argumentativa, en tanto, al decir que una normativa que viene a poner un alto a las tasas de interés injustas que estaban pagando los costarricenses por sus créditos; no hay manera de, al mismo tiempo, no anotar un punto en favor de quienes lucran indiscriminadamente con la imposición de intereses exorbitantemente altos. O ¿es que acaso no nos beneficiamos todos de mejores tasas de interés?
Pero ese orden de ideas no solo es dogmático y poco profundo, también es una argumentativa que solo reivindica el clamor de una de las dos partes del fenómeno: la del prestatario. Poco se ocupa de la realidad de la persona que por necesidad (sobreviniente o coyuntural) procura el endeudamiento.
Como una letanía repite la máxima del muy lullido modelo neoclásico: la Ley contra la Usura en el crédito fijó un “precio máximo” (entienden el interés como el precio del dinero), por debajo del “precio en equilibrio de mercado”, lo cual, desde esa óptica, genera un exceso de demanda y esa “abundancia” se traduce en exclusión financiera.
He aquí lo sensual del dogma: que hasta el más lego y poco versado en estos temas, puede comprender (y hasta asentir hipnóticamente) ante estas aseveraciones. Lo cierto es que se trata de un análisis tan simple, que solo se ve en los decálogos más básicos de economía, pero poco aporta para explicar la realidad tan diversa que es patente, veamos:
El “equilibrio de mercado”, necesariamente, pide, para existir, casi nulas perturbaciones entre la oferta y la demanda. Una multiplicidad de personas que demandan dinero, libres de prejuicios, de necesidades patentes, con información plena acerca de las consecuencias de sus actos, individuos totalmente desapasionados, que toman la decisión de procurar dinero, con una volición plena. Y del otro lado, tantos oferentes como la evicción de la mutua entropía lo permita. Y de la conjugación de ambas necesidades, absolutamente libres de atavíos, aparece el milagroso acto del precio en equilibrio. Esto solo existe en los libros de texto.
Se debe ser o muy inocente o se debe estar muy versado en el arte de la prestidigitación para decir que fue una ley que pone límites a los abusos en los cobros de intereses abusivos, la que ha empujado a la gente hacia el cobro extorsivo. Esto solo logra desviar la atención de un problema estructural: que la gente está sobre endeudada, que el mercado financiero (como varios otros en el país) extrae excesivas rentas de las personas, es poco competido y está en una posición absolutamente de desequilibrio frente a las personas que buscan préstamos de dinero para afrontar sus necesidades.
Nos quieren distraer del hecho de que Costa Rica vive un proceso ya bien asentado de enquistamiento de la desigualdad, con un reparto absolutamente inadecuado de las cargas públicas, donde el valor del trabajo cada día está más deprimido, el poder adquisitivo del salario y las rentas personales totalmente deprimido y el costo de la vida cada vez más alto; lo cual, a su vez, redunda en más pobreza.
Salvo los especuladores profesionales, las personas recurren al crédito en una posición desigual, cargando un colmo de necesidades (muchas veces, de las más básicas), apresurados, obnubilados por una urdimbre de formalidades que los empujan a aceptar condiciones desfavorables.
¿Cuándo alguien que ha llegado a pedir un préstamo, ha podido negociar con el banco la tasa de interés que le van a cobrar? Es: tómelo o busque otro sitio. Justamente esa actitud inflexible en las condiciones, de un sistema formal rígido, aunado a crecientes necesidades sociales, lo que ha creado un mercado informal de crédito, al que se le ha adicionado la rémora de la extorsión para exigir en el pago. Ese es “el otro sitio” al que están mandando a la gente.
Que hubiese instituciones en el sistema financiero formal que ofrecían tasas de interés de hasta 150% es una condición precedente a la Ley contra la Usura, más aún, que haya gente “dispuesta” a endeudarse bajo condiciones así de miserables, dice mucho del desequilibrio de la realidad económica mencionado.
Luego, decir que poner un tope implica, inmediatamente, una exclusión masiva de personas del sistema formal, es una simpleza cretina y cínica. Aunque al mismo tiempo es una admisión de culpas del sistema financiero:
La primer culpa es que, no pudiendo ofrecer tasas de interés de 150% o más, el único camino que les queda es el de no prestar más; ello solo denota que el sistema financiero compensa el riesgo con tasas de interés exorbitantes.
Es propio de la procura de los equilibrios necesarios en la función pública, el buscar un punto en donde no se trastoque la ganancia; porque, vamos, tampoco prestan plata sin ánimo de lucro, pero que ese ánimo de lucro se convierta en la sádica e impune ambición de un grupo usualmente conocido por su voracidad.
Esta primera culpa no es sino el berrinche más palmario de un actor económico evidentemente inmaduro.
La segunda admisión de culpa que se hace con la afirmación acerca de la “exclusión” es que la única manera de operar para estos participantes, es con márgenes de ganancia altísimos, contemplando en el “precio” hasta las pérdidas esperadas y toda cuanta ineficiencia se les ocurra endilgarle a la gente que sigue recurriendo al crédito al ritmo de su necesidad. Por si eso fuera poco, esa actitud denuncia además ¡que son capaces de dar crédito a personas que no tienen capacidad de pago evidente y comprobada, si es suficientemente compensado con intereses altos!
A confesión de parte, relevo de prueba.
Entonces, ayer vimos en el Plenario Legislativo, todos los costarricenses, una manifestación muy evidente de las simplificaciones propias del dogma. Adelantaron los rezos (al dios mercado), repitieron las letanías de la ortodoxia y una vez más dicen que para prestarle plata a la gente, hay que cobrarle intereses altísimos. Esto es una revelación de los efectos del mandato de la celeridad, que ha sensualizado la opresión misma, con un discurso superficial, sesgado, desequilibrado e indiferente a la realidad de sobre endeudamiento de las personas.
Casi un millón de costarricenses se ven empujados a cobros judiciales que inician hasta por menos de 50 mil colones. Ha sido la rigidez de un sistema financiero inmaduro, que persigue la renta vorazmente (aun de la gente que no puede pagar) y poco eficiente, que ha creado la economía hundida del préstamo extorsivo.