Opinión

La riqueza de su compleja compañía

El tema de lo otro en la filosofía latinoamericana es antiguo. Abordado desde distintos lugares, uno de los más conocidos

El tema de lo otro en la filosofía latinoamericana es antiguo. Abordado desde distintos lugares, uno de los más conocidos  lo ha sido el de “pensar desde el otro”. En esa propuesta hay algo que me incomoda,  pues situados en América Latina, no se reconoce que somos también lo otro. Aquel “desde” se materializa así en un pensar desde nosotros. La otredad es con ello visualización desde nuestro modo de ser. Somos corporalización de significados epocales constitutivos de la compleja amalgama de mi identidad. Ellos son tanto el contenido de mi consciencia, como el fundamento de mis actos, actitudes y valoraciones. Resulta entonces que en  mi corporalidad se manifiestan condicionamientos que constituyen los referentes valorativos  convencionales. Así, como sujeto soy la imagen manifiesta de artificialidades sociales, un personaje que existe como persona real.

De ello no me escapo. Más aun, asumidos  identitariamente, tiendo conductualmente a reproducirlos.  Represento,  consciente e intencionalmente, tanto para  lo que conmigo son un  nosotros como para quienes están en su periferia,  lo que epocalmente es conducta gentil. Aun en mi intimidad soy  una representación, un personaje del mundo, esto es mi yo, una verdad asentada solo en los supuestos de la época, lo cual no es buena o malo, solo es lo que debe ser. Inautenticidad auténtica, actor del personaje a cuyo nombre se le asocian refinados modales, fina educación y elegantes gestos, por medio de los cuales se vincula e intima con iguales, evita diferentes, y disimula a  todos los demás.   Mi mundo cotidiano es el escenario de mis representaciones, y está  constituido por todo aquello que en  mi vida tiene sentido.

Ese mi mundo supone relaciones con múltiples personas. Del lado más cercano, con mis íntimos, los  seres más queridos, el nosotros. Inmediatamente a su costado, con aquellos que sin ser más que conocidos  vulgares o reconocidos solo por su rostro, constituyen los otros. Finalmente con  aquellos que son solo  seres fugaces de la calle. Anónimos, en ocasiones sin rostro, muchedumbre, los demás.

Mi mundo se compone de todos esos; pero no todos me son necesarios. Necesito solo de quienes me son íntimos y próximos, los demás son accesorios casuales. Solo cuando algo los destaca, dejan de serme indiferentes, desatando en mi alma actos de compasión y solidaridad. No se convierten en otros, sino en objetos de  mis  pasiones.  No me son en verdad personas,  actores de su propia realidad. Así que de ellos espero reconocimiento al privilegio que les otorgo, el fijar mi mirada en ellos y olvidarlos luego, como lo hago con el damnificado y el pordiosero. El reconocimiento de la otredad se realiza a través de una visualización deficitaria: la individualidad. No soy capaz de ver lo otro como veo lo mío, pues me pienso diferente. Y en  mi diferencia creo que “a nadie puede dolerle mi dolor de muelas”.

Esa enfermiza actitud desemboca en la exigencia de sujeción de quienes están a mi alrededor como objetos de mi voluntad. Exijo así que se sometan a mis expectativas, o los condeno a la  separación… algo que en no pocos casos que conozco resultaría una bella ganancia. Desde mi individualidad aun mis actos de altruismo suponen el deseo egoísta del agradecido reconocimiento, que es para mí una deuda. La noción de solidaridad, en el capitalismo, se vincula de formas extrañas a la competencia y el provecho propio. Bajo su peso los vínculos de reconocimiento son solo transitorios. Cualquier otra forma de relación a lo otro y al otro, por recurrencia o igualación, resultan inconcebibles. Desde el individuo las relaciones humanas se gestan solo por imposición. El individualismo nos es contraproducente pues provoca una vinculación enfermiza, la desventura amarga de quien intenta aproximarse a otro desde su miserable soledad. Necesitamos de otros y de la riqueza de su compañía. Somos seres de comunidad.

 

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