Cuando era un adolescente, solía regresar del colegio y encerrarme en el cuarto a escuchar música clásica en el antiguo equipo de sonido de papá. Con el volumen al máximo, las paredes vibraban al ritmo de Messiaen, Stravinsky y otros compositores. La constante exposición a sus trabajos me obligó a preguntarme: «¿Por qué Schoenberg suena tan distinto de Bach o Beethoven?».
Como intento de aproximación inicial, adquirí un libro de historia musical. Allí leí sobre la armonía de las esferas de Pitágoras, el contrapunto florido, el dodecafonismo de Schoenberg y algunas otras teorías. Por desgracia, aprender los términos en un libro de historia no explica el cómo y el porqué de las relaciones entre notas. Y eso era lo que yo necesitaba, conocer el porqué.
Intrigado, más o menos en noveno año de colegio, decidí aprender composición musical. Le planteé el interés a mis padres y estos aceptaron. Luego de una intensa búsqueda, conseguí un profesor y empecé el proceso de aprendizaje, pero pronto perdí el interés. El tipo no tenía la vocación para enseñar. Abandoné las lecciones. Al tiempo, por recomendación de un amigo, conocí a otro mentor. No miento, luego de la experiencia inicial mi futuro como aprendiz de compositor era de pronóstico reservado. No quedé convencido. Tras unas clases, la duda se evaporó y volví a encontrar el camino.
El tipo tenía carisma y un método elocuente para enseñar. Me sumergí en los pormenores de las relaciones entre notas y conocí la homofonía, la polifonía y el dodecafonismo. ¡Por fin! Pude comprender el porqué Bach sonaba tan distinto de Beethoven y este último de Schoenberg. ¡Quedé maravillado! Cada semana aprendía cosas nuevas y disfrutaba de sus elocuentes anécdotas.
Un día, tras haber finalizado la clase, estuvimos comentando sobre sus años de formación. Si es verdad o solo un mito, no lo sé, lo cierto es que me contó una anécdota intrigante.
—Querido lector, esta parte es donde, similar a las películas, suenan las disonancias de los violines anunciando la escena de terror. ¿Está listo?
Pues bien, según relataba, cuando empezaba la carrera, el maestro de mi profesor solicitaba ejercicios de contrapunto florido. Con lápiz en mano, se dedicaba horas a plasmar las ideas en el papel de pentagrama. Su anhelo, impresionar al docente. Cuando debió presentar el proyecto final, fue consumido por el proyecto. Incluso, trasnochaba.
—¡Por fin!—exclamó, recordando con ilusión tiempos pasados—. Había culminado el proyecto final del curso tras varios días de ardua labor. La pieza sonaba increíble y tenía el enorme anhelo de escuchar sus comentarios. Como usted sabe, uno, empezando la carrera, es fácil de impresionar. El docente adquiere una imagen casi mítica. Y recibir la aprobación del mismo refuerza el interés en avanzar.
—¿Logró su cometido?—le pregunté.
—No.—mi profesor no creía en la nota 100. El cien como sinónimo de perfección, según él, durante el proceso de aprendizaje no existe. Amparado en ese criterio sólo otorgaba notas comprendidas entre 70 y 85, en el mejor de los casos.
—¿Cuál fue la nota obtenida?
—Un sesenta.
—¿Algún comentario positivo?, ¿algo capaz de alimentar el ego?, ¿de traer esperanza?—le pregunté.
—No.—su semblante era siempre el mismo.
—Bueno, suficiente misterio.—le dije—. Necesito conocer el desenlace de la historia.
—Lo que voy a contarle es espeluznante.
—¿Tanto?
—Ni siquiera Dante Alighieri pudo imaginar escena tan, pero tan tenebrosa.
—Maestro, no me deje en suspenso.
—Al cabo de unos meses, anunció el estreno mundial de su última obra. Cada uno de nosotros estaba deslumbrado, repleto de admiración. Engalanados y repletos de curiosidad, estudiantes de la escuela y yo, nos dirigimos al teatro.
Conforme finalizaba la última oración su voz se volvió entrecortada. Se detuvo. Volteé a verlo y sus ojos tenían un brillo inusual. Cada segundo se volvían más rojos y pequeñas gotas escurrieron por sus mejillas.
—Esa noche las sorpresas no se hicieron esperar—continuó, sonándose la nariz—. ¿Puede creer que melodías e… incluso fragmentos armónicos…—se sonó la nariz de nuevo—de aquellos trabajos cuya nota fue un sesenta, aparecieron como parte del concierto?
—¿Cómo?
—Así como lo estás oyendo.—y no solo de mi proyecto, melodías de otros compañeros se entremezclaban con los múltiples tejidos contrapuntísticos. Era como si nuestros trabajos fuesen parte de una marioneta y él jugase con las extremidades a su antojo. Finalizado el evento, alguno de los compañeros decidió apodar a la obra bajo el pseudónimo de El teatro de muñecos.
—¡Por las barbas de Júpiter!—exclamé, teniendo la voz de Robin en mente (sí, el personaje interpretado por Burt Ward).
—Una noche que debía de ser ilusión, magia y anhelos, se convirtió en una completa pesadilla.
—¡Qué cólera! ¿Hicieron algo?
—¿Quién nos hubiese creído, si solo éramos simples estudiantes?—respondió.
Mi profesor solía tener un don para contar historias repletas de imaginación. A ratos solía creer que las inventaba. Si este relato aconteció o no, certeza no puedo brindar. Lo importante es la moraleja. Al reflexionar al respecto, la posibilidad de una situación como esta se puede evitar. Las instituciones de educación superior, públicas y privadas, a través de sus páginas oficiales, permiten al estudiante enviar las tareas y proyectos al docente. ¿Por qué no establecer un convenio con el Registro Nacional? Apenas se ingresa el archivo en la plataforma, queda registrado como parte de la propiedad intelectual del aprendiz?
—¿Tiene algún beneficio?—podría preguntarse el lector.
Uno no, varios. Primero, garantiza el respeto a la creación. Segundo, un registro detallado de la totalidad de sus proyectos, en orden cronológico, permite repasar el avance en distintas áreas del aprendizaje. Desde la elaboración de melodías hasta la construcción de acordes, pasando por la orquestación, forma y demás aspectos del quehacer compositivo, solo la práctica constante permite dominar la integración efectiva de todas. Tercero, ideas cuya ejecución no fue la mejor, en el futuro se pueden desarrollar, pero si ya fueron utilizadas por otro, ¿qué dirá la gente en una disputa entre maestro y aprendiz?, ¿cuál gana?
Las ventajas pedagógicas, resultado de implementar esta iniciativa, traen consigo innumerables ventajas. Es un mecanismo para respetar el derecho de los estudiantes a ser amos y señores de su producción intelectual. También permite llevar un control detallado de la evolución del conocimiento evidenciando áreas de mejora. De ejecutarse la propuesta, evitaría, por completo, la existencia de otra pesadilla de una noche en el teatro.

