Opinión

La Ley de Empleo Público: una amenaza a la calidad de la educación superior

Las universidades públicas costarricenses viven momentos muy críticos, enfrentan fuertes embates de diversas fuerzas políticas y sociales con el propósito, no del todo disimulado, de privatizar la educación superior, y así contar con una universidad menos crítica y menos pensante. Este embate es abiertamente apoyado por políticos, empresarios y por algunos medios de comunicación que cotidianamente ofrecen información intencionalmente distorsionada o parcializada.

Es doloroso pensar que en un país como el nuestro la ciudadanía se ve enfrentada a presiones, a cambios que no necesariamente favorecen el sistema educativo superior. Se puede afirmar que hoy la educación pública, un valor históricamente defendido en Costa Rica, es sometida a una propuesta que busca disminuirla y, en consecuencia, debilitarla como eje de la democracia y del desarrollo, convertirla en un instrumento de diferenciación social basado en la posesión de recursos económicos y no en las capacidades académicas de las personas. La educación, considerada durante décadas como factor de desarrollo, como inversión, como instrumento de progreso y medio de movilidad social, se ve sometida así a reformas que buscan imponer otra visión de la sociedad.

Los sectores que propugnan por esa transformación ignoran o pretenden ignorar el fundamental aporte que estas instituciones han dado, y dan, a la nación. Costa Rica es un país al que la educación le ha permitido caminar hacia el progreso social y el desarrollo humano. Si nos ubicamos en los inicios del nuevo milenio podemos constatar, de manera general, que en tan solo seis décadas –de la segunda mitad del siglo XX – Costa Rica pudo aumentar la esperanza de vida de su población, reducir la mortalidad infantil, disminuir la pobreza, bajar los niveles de analfabetismo, multiplicar su producción y, además, perfeccionar la democracia y desarrollar su institucionalidad. En ese desarrollo, las universidades públicas han tenido un papel central: formando profesionales en diversas disciplinas, quienes han asumido con competencia y destreza las funciones que les demanda el ámbito laboral,  con la capacidad creativa y crítica que exige este mundo de rápidas transformaciones. Así lo evidencia el hecho de que más del 95% de graduados de las universidades públicas laboran en el ámbito de su formación profesional.

La emergencia nacional provocada recientemente por la pandemia nos ha permitido ver también el aporte que las universidades públicas dan a la sociedad: los sueros generados en el Instituto Clodomiro Picado, los fármacos del Instituto de Investigación en Farmacia, los respiradores de la Escuela de Física y de la Facultad de Ingeniería, la propuesta  para desarrollar programas que ayuden  a superar las posibles deficiencias con las que vienen los estudiantes de secundaria, ya sea con motivo de la huelga o de la pandemia…

Resulta evidente que en sociedades como la nuestra, aún con graves índices de pobreza y con rezagos  sociales, es necesario y urgente la presencia de universidades que tengan como meta el bienestar colectivo y donde no prevalezca el afán por el lucro; o sea, de instituciones públicas y de bien común.

Dentro de los nuevos intentos por debilitarlas se ubica una propuesta, que se discute en la Asamblea Legislativa,  para una posible Ley de Empleo Público que, según dicen, busca reducir el déficit fiscal, pero que al plantear una serie de medidas desconoce y ataca su autonomía e independencia, al subordinarlas al ámbito del Estado y sujetar algunas de sus funciones centrales hacia órganos de carácter político, como son la Dirección General del Servicio Civil, el Ministerio de Planificación Nacional y Política Económica y otros ministerios. El régimen de empleo, la contratación del personal, la política salarial, la continuidad laboral, la planificación institucional, las categorías salariales y la evaluación del desempeño son una parte esencial de la gestión de las universidades y no pueden estar sujetas a criterios de carácter político. No es admisible una ley que pretende sujetar parte significativa de la gestión de las universidades a órganos de carácter político; eso las haría perder parte de su esencial libertad de funcionamiento. La autonomía le da a las universidades la potestad de gestionar sus recursos (que por Ley el Estado está obligado a darle para su cabal funcionamiento), administrar sus rentas, hacer sus propios nombramientos… sin la intervención de políticos o grupos ajenos a la academia.

Esta ley desconoce la Constitución Política, cuando coloca a las universidades públicas con el rango de instituciones autónomas descentralizadas. Las universidades públicas tienen una condición especial y diferente, dada constitucionalmente: su independencia es plena.

Esta Ley de Empleo no solo arremete contra la autonomía de las universidades, sino que lo hace con la calidad académica de estas instituciones, pues la contratación del personal universitario no puede estar sujeta al ámbito de la política; los criterios para el nombramiento del personal docente, para el desarrollo de la investigación y de la acción social, no se pueden reducir a una lista de criterios administrativos. Las instituciones de educación superior, como comenta la Dra. Yolanda Rojas, han desarrollado compromisos diversos para enviar personas al exterior y formar su personal según sus necesidades académicas. Esto no es únicamente un asunto de la posesión de un diploma, se trata de hacerlo en  las mejores universidades y en los campos requeridos, de establecer vínculos con las instituciones de educación superior más prestigiosas del mundo y con los mejores programas de investigación; y aquí las reglas del juego son otras muy diferentes a la contratación administrativa que prevalece en la propuesta de esta Ley. ¿ Dónde queda, entonces, el régimen académico de las universidades?

La ley, como lo sigue comentando la Dra. Rojas, deja por fuera de su ámbito, a las instituciones que denomina “empresas e instituciones públicas en competencia”, porque considera que necesitan de libertad para competir, pues, es bueno decirlo, en el mundo de las universidades también se compite por ser la mejor en diversos campos del saber, precisamente para dar el mejor servicio a la sociedad  y para esto hay que tener libertad de contratación  y aplicar remuneraciones y estímulos que no sean abusivos pero sí competitivos. El embate contra los salarios de las universidades es otra forma de disminuir la competitividad de estas instituciones y, provocar que, como ocurría en el pasado, las personas con mejor formación se trasladen al sector privado, con mejores salarios o se queden en el extranjero: otra manera, entonces, de desmantelar las universidades, pero con el mismo fin.

No hay duda que las comunidades universitarias tienen que fortalecer la lucha para que la educación superior siga siendo una opción para la sociedad, como un servicio y no como un negocio, como estrategia  para lograr equidad y quebrar las diferencias… para que la educación, lo hemos dicho desde hace años, siga siendo la mejor estrategia para mejorar la calidad de vida, para entender la realidad e incidir en ella,  para la paz y la justicia social.

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