Desde lo alto del Olimpo, La Ilíada homérica relata que el dios Apolo, el que hiere de lejos, mirando que Héctor, el de tremolante casco, estaba malherido, bajó para interrogarle: “¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y desfallecido? ¿Te abruma algún pesar?”
Héctor mira ruborizado a su mujer y a su hijo en brazos; percibe también la angustia de su madre y de su padre, el anciano rey de Ilión; pues, su amada ciudad estaba sitiada desde hacía diez años por un ejército de coalición griega.
Al príncipe troyano le aflige la indefensión de sus seres amados frente al poder belicoso y la soberbia del rey aqueo Agamenón; el cual, cuenta entre sus aliados —¡y en su gran favor!— con el guerrero invencible y semidivino Aquiles, el de los pies ligeros, quien era hijo de un mortal y de la diosa Tetis.
En el texto queda claro que Aquiles busca la gloria personal y la guerra de Troya será el medio para conseguirla.
Por su parte, Héctor elige defender su territorio y, con ello, también a sus seres queridos por los que está dispuesto a dar la vida; incluso, protegiendo a su imprudente hermano París, quien, por un desliz amoroso, provocó aquella desdichada guerra al raptar a Helena.
Sin embargo, apesadumbrado, Héctor comprende que su humanidad, como la de todo viviente, es finita; presiente que lo cerca la muerte y que el tiempo que le queda no será suficiente para defender a los suyos, de una eventual catástrofe militar. De ahí su tristeza, su silencio y melancolía frente a la inesperada visita de Apolo.
Así, vemos que, a diferencia del guerrero Aquiles, para Héctor la guerra de Troya no es un medio para alcanzar el honor, la gloria o la inmortalidad; sino, por el contrario, Héctor desea resguardar a quienes más le necesitan, a su ciudad y sus seres cercanos, confirmando lo que veinticinco siglos después enunciará Kant en su imperativo categórico: has las cosas pensando en los demás como un fin, no como un medio.
Al final de aquella trágica guerra, ¡como en cualquier guerra!, Héctor y Aquiles mueren por razones distintas.
No debemos olvidar que eran tiempos duros; tiempos en los que ni hombres ni dioses eran reos de la culpa. Sin embargo, todo parece indicar que Héctor se negaba a creer en el adagio popular que reza: “No hay mal que por bien no venga”, pues, para él, la maldad carece de grises y matices. La barbarie, también.

