Opinión

La dieta del costarricense

La torta de verdolaga me recuerda a mi padre. Cuando se preparaba en casa, solía decir: así lo hacía mamá. Se refería a la abuela Adela, nacida en 1885, y que supongo aprendió el secreto de la verdolaga quizás de su mamá o incluso su abuela, lo que nos llevaría a inicios del siglo XIX. Encontrar su origen nos haría ir más lejos, a la dieta indígena o su fusión con la española a partir del siglo XVI. Lo cierto es que la comida tradicional tiene su historia y nos une a generaciones anteriores, de modo que al prepararla, las revivimos. Esta imagen la rescata finalmente el libro Como Agua para Chocolate (Laura Esquivel, 1989): Cuando Tita, la protagonista principal, prepara la comida, se le aparece el espíritu de Nacha, su mentora, dictándole los secretos ancestrales de la culinaria mexicana.

Abrigados por una tierra fértil, con profusas costas, flora y fauna, la dieta de nuestros abuelos y abuelas fue diversa, balanceada y de alto contenido nutricional.  La complementaba su rutinario trabajo físico y la normalidad de caminar largas jornadas sin nunca decir qué pereza”.  Pero vivimos tiempos virtuales, sedentarios.

Del maíz al pollo frito. Antiguamente, nuestra base alimentaria era el maíz, lo que mudó hace mucho por el arroz, y vamos cayendo aún más abajo: en la harina de trigo refinada, base de los panes y repostería que consumimos a diario. Es decir, de un súper alimento como el maíz, a un producto con aporte negativo al organismo.

La realidad es que el sándwich, la hamburguesa, el pollo frito, la pizza, los nachos y las papas fritas van desplazando a la flor de itabo, el rondón, el pozol, la lengua, el mondongo, el picadillo de chicasquil o de arracache, la fruta de pan, las tanelas, la mazamorra, la olla de carne y otras joyas del recetario costarricense, las cuales se definen hoy como Cocina Patrimonial Costarricense.

Por supuesto que las adaptaciones de las antiguas recetas, como en la denominada Nueva Cocina Costarricense, son valiosas y prueba del dinamismo del arte culinario. Pero en las nuevas generaciones el desarraigo es evidente. Una vez, entre varias otras, el cajero de un supermercado me preguntó si unos tacacos que puse sobre la banda eran algo comestible, si era dulce o salado.

Mala dieta, pésima salud. Paradójicamente, como sociedad, estamos comiendo chatarra y también la damos a nuestros hijos e hijas, para luego pagar caro en la farmacia remedios contra la diabetes, gastritis, cardiopatías y la proliferación de cáncer en múltiples variedades. Desde la óptica de salud pública, con un alto costo en medicinas y saturación de hospitales es para atender problemas que suelen nacer en la mesa.

En cambio, nuestros antepasados, sin saberlo, cumplían la máxima oriental: “Que tu medicina sea tu alimento; y tu alimento sea tu medicina”.

En mi adolescencia, rechazaba algunos de los platos de cocina criolla citados que se cocinaban en casa, alegando el sabor, textura, aspecto o quizás simple prejuicio o arrogancia. En algún momento de adulto, me di la oportunidad de superarlo, de disponer el paladar para probar las recetas tradicionales, y hoy me ufano de disfrutarlas.

En los funerales de nuestros parientes, suele surgir una frase cliché: la promesa de siempre recordarlos; de que solo se muere cuando se olvida.   Pues bien, disponer el tiempo y el ánimo para preparar y degustar las comidas que nos formaron como familia, cultura y sociedad es una forma real y mágica de traer a nuestros inolvidables viejos a casa, de renovarles nuestro cariño y, de paso, mejorar nuestra salud.

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