Opinión

La defensa perversa: “todos somos corruptos”

Mucho se habla hoy de la corrupción. Junto al narcotráfico, el cambio climático y la crisis de la democracia contemporánea

Mucho se habla hoy de la corrupción. Junto al narcotráfico, el cambio climático y la crisis de la democracia contemporánea, la corrupción –privada y pública– es uno de los temas cotidianos. Es una especie de jinete apocalíptico, aparece en medios de prensa, redes sociales, círculos de amigos y reuniones familiares.

Lo anterior puede abrir  un abanico de subtemas. Por un lado, tiene que ver con el altísimo costo para quien de manera limpia y sincera denuncia y combate la corrupción, y las reacciones cargadas de agresividad que tiene que soportar. Y, por otra parte, tiene que ver con las estrategias de quienes han sido señalados, para ensayar sus justificaciones: intentos por darle vuelta a la realidad, maniobras para descalificar a los denunciantes y estrategias para llamar “corrupción” a cualquier acto que desvíe la atención sobre lo que real y gravemente sí lo es.

Quienes defienden y esconden sus actos corruptos saben una cosa. Si logran implantar en la conciencia colectiva que “todos somos corruptos” y que la probidad es una quimera, ellos quizá puedan dejar de ser el punto de atención pública. Lograrán crear un paisaje confuso, que les permitirá seguir transitando con donaire por la vida, como si no hubieran hecho nada, como si no los hubieran agarrado “con las manos en la masa” y como si las instituciones (policiales, fiscales, disciplinarias y judiciales) no los hubieran investigado y hasta condenado con buenas razones. La cuestión aquí es saber si lograrán engañar a la mayoría y por cuánto tiempo.

“Si todos somos corruptos,  nadie es corrupto. Si logramos devolver un poco o mucho lodo, con mentiras e infamias, a quienes nos desenmascararon, estaremos en una especie de empate donde nadie es visible y todo sigue como si nada hubiera pasado”. Los que con clara conciencia de corromper piensan así, y saben también otras cosas. Saben que sus crímenes son difíciles de investigar, cuentan con equipos abogadiles especializados, caros pero influyentes. Saben que contarán con la fidelidad de las legiones que les deben favores, incluidos medios de comunicación proclives al escándalo y la nota roja. En fin, saben que el tiempo juega a su favor, y que hay procesos judiciales interminables y que, ¿quién quita?, pueden topar con jueces timoratos o abiertamente corruptos que hagan la diferencia.

Desde siempre se ha sabido que la mejor defensa es un buen ataque. Esto vale para la guerra, la política y las disputas de todos los días entre grandes y pequeños personajes. Este principio hace parte del código inmoral de las mafias y de los delincuentes, y será usado por los “maestros” de la corrupción cada vez que sean descubiertos. Devolver la acusación de que se les presionó, se les trató de comprar o de influir indebidamente, hace parte de las armas que blandirán para tratar de convertirse de victimarios en víctimas. Cínicamente, no les importa carecer de prueba alguna de lo que afirman, pero igual lanzan los infundios con evidente esperanza de confundir y que algunos desprevenidos terminen creyéndoles.

Si, además, los hechos en disputa caen en el terreno de la lucha político-partidaria, el delincuente encontrará sin duda quién esté dispuesto a oírlo y apoyarlo, según sea la causa a la que abone, más allá de la veracidad o crédito que pueda dársele a sus palabras.

Quien limpia y sinceramente lucha contra la corrupción tiene que saber que será hostigado laboral, política y personalmente. Tiene que saber que, una vez acorralado y reducido a minoría, le darán la espalda aquellos que antaño le rendían pleitesía, le profesaban amistad, medraron por apoyos o se aprovecharon de su posición. El agente honrado de anticorrupción tiene que saber que parte de las reacciones, una vez aislado, consistirán en cerrarle puertas, quitarle el saludo, volverle la cara o levantarse del sitio cuando llegue.

Lo que no saben los que han caído en la corrupción es que un auténtico compromiso con la probidad puede resultar una opción coherente e inclaudicable. Nada podrá quitarle al “hombre justo” –como lo llama el Antiguo Testamento–, la tranquilidad de consciencia, la satisfacción del deber cívico cumplido y la paz de poder mirar a los ojos de cualquiera. Esto es bueno para la persona que procura la probidad, pero también, y sobre todo, es necesario para un pueblo con esperanza fundada en la calidad democrática y republicana de su futuro.

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