Opinión

La blanca verdad

En un simpático relato autobiográfico titulado “Mi Rubicon”, Fernando Durán Ayanegui cuenta jocosamente cómo llegó a estudiar en Cuba

En un simpático relato autobiográfico titulado “Mi Rubicon”, Fernando Durán Ayanegui cuenta jocosamente cómo llegó a estudiar en Cuba y por qué, bajo los mangos, en Alajuela, le decían “el negrito”: su tatarabuelo era africano, esclavo cortador de caña en Jamaica. Confío que no le haya traído rechazo, como sí se pudo corroborar en otro caso, cuando tres profesores nos presentábamos en un bloque de Estudios Generales, al inicio de un año académico. Allí estábamos Nacer Wabeau, argelino, del que los estudiantes no entendían por qué, siendo africano, no era negro; estaba el suscrito y Edgar Cover, más que incorporado, de origen jamaiquino también, pero de tercera generación local… Los estudiantes no solo mostraron débil formación geográfica, sino explícitamente nos comentaron como desafortunada, la coincidencia de que los tres éramos “extranjeros”…

A causa de una endogamia más cerrada que un bombillo, desde los mismos fundadores de esta patria, que practicaron un apartheid frente a los indígenas y los de más allá de Turrialba, tampoco es extraño que los del Valle Central a esos chorotegas de Guanacaste y a mí, ahora con 46 años aquí —también tico por libre voluntad— mucho más rápidamente que en los otros países donde he vivido nos tiran el mote de foráneos… Total que nos miran con bastante recelo.

Ya ignoro cuántas veces, ante cualquier observación, sugerencia o discrepancia, rápidamente viene aquello de: “si no le gusta, váyase a su país”. Pero, por Dios, eso no es nada, sin parangón posible, con lo que acabamos de ver en los Estados Unidos, y, para peor, dentro de la misma comunidad. Sí, allí la comunidad negra lleva siglos incorporada en la mecánica productiva, esclava, hasta que Abraham Lincoln abolió ese sistema indigno, habiéndolo utilizado él mismo. Por eso lo mataron, gente de tipo William Walker que poco después bajaría a Centroamérica, con el propósito precisamente de extender por aquí, la técnica del latifundio esclavista que perduró bastante en el norte.

Pero uno se pregunta por qué arriba del Río Bravo ha durado tanto que penetre la luz de la libertad, como en esa estatua que los franceses le regalaron a “los Estados”. Hace dos mil años hubo como una voz en el desierto, cuando un hombre de Nazaret presenta la parábola del Buen Samaritano: no solo pensemos en la correcta actitud de ese pasante, sino en el hecho de que los samaritanos eran extranjeros, para los oyentes en Galilea, y como tales no tan bien vistos. Pero el ejemplo cunde todavía.

Aparte de ello, grandes precursores, me parecen, en el siglo XVI, tres personas que, a pesar del refrán, fueron profetas en su tierra: me refiero en primer lugar al fraile Montecinos quien en 1510, en lo que sería la República Dominicana, trató de fariseos a los colonizadores que acudían a su iglesia, pese a esclavizar a los indígenas, en contra del mandato real.

Bartolomé de las Casas siguió el mandato libertador; poco después, en Francia, Michel de Montaigne. ¡Cómo debe de costar en “los Estados” ser moreno: como Rosa Park, como Martin Luther King, como Colin Powell, como Barack Obama…  Allí, no es solo cosa de palabritas como hasta el Papa, con “la blanca verdad y las ovejas negras”, sino que es estructural, hasta con malditos neonazis matando. Tengamos fe, pero dudo: eso de ciertos policías arrodillándose ante manifestantes… es como cuando llegaron a la luna: “es un pequeño paso….”

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