Mi generación y las anteriores crecimos sin escuchar sobre medio ambiente o reciclaje, ni existía un ministerio para ello. Pero criados bajo el principio de austeridad, sin saberlo armonizábamos con la naturaleza. La ropa nueva se compraba solo en diciembre, con la advertencia de cuidarla celosamente. Cuando los hermanos mayores ya no cabían en ella, se heredaba a los menores, quienes la recibíamos con aprecio.
Nada se terminaba hasta que se terminaba. Es decir, cuando no había forma humana de exprimir la última gota al champú o el último gramo a la pasta dental. Ningún utensilio o artefacto se desechaba sin antes ser reparado muchas veces: zapatos, tijeras, planchas, etc. En cierta manera, nuestros padres eran medio albañiles y electricistas, pues los arreglos primero se intentaban en casa. Por los barrios se anunciaban, a viva voz, personas que reparaban ollas, sombrillas, etc. Lo hacían ahí mismo en la acera, con nuestra curiosidad como testigo de sus nobles artes.
También nuestras madres eran medio agricultoras y costureras. Antes de un televisor, en toda casa se procuraba tener una máquina de coser para arreglos de la ropa familiar. Para prendas nuevas se compraba el corte de tela, para luego buscar un sastre o costurera, quien maximizaba el uso de esta: una camisa para el papá, un chaleco para un hermano y una enagua para la hermana.
Los tarros de avena eran apropiados para una mata de tomate, y cualquier rincón del patio, para una chayotera, la cual se abonaba con la broza del café y otros residuos vegetales. Al no existir comida empacada para mascotas, lo que no servía de abono terminaba en el estómago del perro. En zonas rurales esto incluía animales de granja, de manera que el poquísimo desecho restante, se enterraba en un hueco que siempre había en los solares.
El plástico existía, pero aún no nos inundaba. La leche y otras bebidas se proveían en envases de vidrio que se guardaban y devolvían para comprar nuevas unidades. Las compras de mercado se envolvían en papel o bolsas de manigueta (también de papel), y si el peso era mayor, en sacos de gangoche; una fibra extraída de la planta de yute. La harina se vendía en sacos de manta, que luego se convertían en camisetas, fundas de almohada o sábanas.
Con el advenimiento de los derivados del petróleo, mucho de lo que antes era vidrio, metal o fibras naturales se sustituyó por plástico y derivados sintéticos de bajísimo costo, con lo cual caímos en el frenesí del “use y deseche”.
Con ello perdimos el valor de la austeridad y la normalidad de compartir las prendas con los hermanos. La recolección y disposición de la basura se volvió una catástrofe, envenenando ríos y mares, y convirtiendo las ciudades en botaderos a cielo abierto. Todo ello en deterioro de la calidad del aire y del agua.
La COVID-19 no vino sola, pues se hizo acompañar de una crisis económica que se estima tomará una década superarla. De esta encrucijada nos tocará revisar los hábitos y valores con que fuimos formados quienes hoy peinamos canas. Pero el reto de la austeridad es mayor para las últimas generaciones, acostumbradas al consumo desenfrenado de artículos para usar y descartar.
En medio de avances y retrocesos, los principales gobiernos del mundo están buscando acuerdos en favor de la naturaleza. También en el entorno empresarial existe una corriente que promueve una conciencia de sostenibilidad ambiental. Para la naturaleza es una promesa de alivio, pero no lo lograremos si el cambio no escala hasta el seno de la familia y cada uno de nosotros, sus integrantes. Si no interiorizamos que el daño que hacemos hoy a la naturaleza, luego esta se lo cobra a cada uno, y muy caro.