Es indignante que Canadá haya rechazado la solicitud de residencia a un niño costarricense por tener la condición de síndrome de Down, pero también este evento nos coloca ante la urgencia de mirar “puerta adentro” y preguntarnos si contamos con la autoridad moral para repudiar lo acontecido.
Créase o no, discapacidad e irregularidad migratoria puede ser una de las peores combinaciones para lograr un trato digno en Costa Rica. No es una conjetura, lo hemos atestiguado con casos que llegan al Servicio Jesuita para Migrantes o a otras organizaciones sociales en el país. Percibimos que se sigue echando mano de la carencia de un estatus migratorio en regla para mancillar los derechos humanos de quienes tratan de salir adelante sobrellevando las limitaciones que les impone el entorno.
Por eso, cuando la señora Alejandra García y su esposo Felipe Montoya manifestaron a los medios de comunicación que las autoridades canadienses habían justificado la decisión de negar la residencia en ese país a su hijo Nicolás, por considerar que el Estado incurriría en gastos adicionales para atender la condición de síndrome de Down del niño, no podíamos dejar de expresar públicamente nuestra solidaridad con la familia y un rechazo absoluto a este tipo de decisiones.
En ese sentido, y aunque el caso de Nico dista mucho de las realidades que acontecen en Costa Rica, nos permite poner sobre la mesa un tema ausente en el debate nacional: la persistencia de normativas y prácticas institucionales que vuelven inviable la inclusión idónea de las personas con alguna discapacidad en nuestra sociedad, más aun si ellas son inmigrantes.
“Pero por supuesto señora que se le dará residencia al niño, hágale los trámites, junte los papeles, el dinerito, mire que así lo exige la ley, y es que yo no puedo hacer nada que violente la normativa, el niño debe cumplir con los requisitos, no hay otra forma…”, son alegatos conocidos por las familias, pero que no resuelven la incertidumbre y el sacrificio que significa en la vida cotidiana avanzar con las gestiones migratorias en este país.
Las familias inmigrantes que logran lanzarse al complicado periplo de obtener una categoría migratoria que permita a la persona con discapacidad “normalizar” su estancia en Costa Rica saben que deberán vencer grandes obstáculos. Las historias que narran mamás, papás y abuelas son con frecuencia decepcionantes: los altos costos, los trámites excesivos, los requisitos imposibles de cumplir para muchos, la desinformación y los malos tratos que, con contadas excepciones, experimentan en las instituciones ticas, las hacen desistir del proceso.
Es fácil constatar cómo los trámites migratorios oscilan entre los US$600, US$700 o más, dependiendo de cada caso, lo que equivale aproximadamente a dos meses del salario mínimo de ley de una trabajadora doméstica en Costa Rica en jornada de tiempo completo. Lo anterior sin adicionar lo oneroso de mantener vigente la categoría migratoria cada vez que corresponda renovar.
Si bien hemos acompañado varios triunfos minúsculos, no se comparan con todo lo que hace falta en Costa Rica para institucionalizar el respeto a las personas inmigrantes con alguna condición asociada a la discapacidad. Hay que acabar con el irrespeto que ellas sufren cada vez que el pasaporte es revisado con desconfianza y hasta con una mueca de hastío, antes de negar un servicio u ofrecerlo de mala gana, pues el derecho de lograr intervención por parte de las oficinas de contraloría de servicios, la Defensoría de los Habitantes o de alguna otra instancia, no siempre está al alcance.
Ojalá que quienes ostentan puestos con capacidad de decisión en los poderes del Estado costarricense reconozcan en el caso del niño tico en Canadá un espejo para mirar si su gestión se basa en prácticas humanizantes o, por el contrario, son restrictivas y discriminatorias. Tal vez de esa manera logremos dar un viraje y aceptemos al fin comprometernos con la construcción de un país genuinamente respetuoso de las diferencias, más allá de las promesas.
La Ley de Migración requiere ser modificada con urgencia, para que las personas inmigrantes víctimas de la voraz inequidad social, económica y cultural, no sigan quedando a la orilla del camino. También se necesita un proceso acelerado que permita la comprensión integral e intersectorial de las condiciones asociadas a la discapacidad en Costa Rica.
Estamos pues ante un desafío mayúsculo: quebrar de una vez por todas las estructuras de exclusión que se acentúan cuando confluyen tres realidades: la pobreza que muchas veces abruma a las personas que enfrentan alguna discapacidad, la ingrata etiqueta de ser considerada “ilegal” y un desempeño del Estado que parece no encontrar las rutas necesarias para comprometerse con los múltiples rostros de la diversidad.