Como muchos otros, comparto la urgencia de una reforma fiscal en Costa Rica y veo con profunda preocupación la crisis económica en la que nos encontramos, que sin duda alguna exige cambios serios. Pero en un sistema democrático el fin nunca debe justificar cualquier medio, ni es aceptable que las reformas se realicen a cualquier costo; especialmente si comprometen la independencia del Poder Judicial.
Desde 1985 se estableció, en el marco del sétimo congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, que las condiciones laborales y la inamovilidad son elementos básicos que integran la independencia judicial. Se dijo desde ese entonces que la ley debe garantizar la permanencia de los jueces en el cargo por periodos establecidos, y que cualquier sistema de ascensos o asignación de funciones debe basarse en factores objetivos como capacidad y carrera judicial, y reservarse como una potestad exclusiva de la administración judicial (concepto de autonomía administrativa) y nunca de los otros poderes. Por eso, más allá del trillado y simplista argumento de que la Corte “solo quiere defender sus privilegios”, vale la pena preguntarnos: ¿qué tienen que estar haciendo en una reforma tributaria normas que le asignan al Poder Ejecutivo –a través de uno de sus ministerios y del Servicio Civil– potestades para imponer lineamientos y políticas para la evaluación del desempeño de jueces, fiscales, defensores públicos o cualquier otro funcionario judicial? En ese contexto, parece innegable que un proyecto sobre finanzas que autoriza al Ministerio de Planificación a influir en las decisiones que involucran nombramientos, ascensos, movimientos o remuneraciones de jueces en el Poder Judicial afecta gravemente la independencia judicial y la división de poderes. En efecto, con la excusa de la “evaluación de desempeño” desde otro poder se corre el riesgo de establecer un método de castigo o amenaza laboral a los jueces “disidentes” que se aparten de la línea oficial de gobierno cuando tomen decisiones en casos de interés político.
Tampoco convence la aseveración de que esas normas “solo incidirán en aspectos de organización administrativa y no en la labor jurisdiccional”. Creer eso es desconocer por completo las formas complejas –y muy frecuentemente ocultas a la simple vista, pero no por eso menos reales y peligrosas– en que las diversas fuerzas políticas acaban ejerciendo presión sobre las decisiones del Poder Judicial al poner en entredicho la seguridad laboral. Basta con recordar el fatídico intento de no renovación del nombramiento del magistrado Fernando Cruz en el 2012, cuando parte de la Asamblea Legislativa buscó castigarlo por sus votos “incómodos”. En ese momento, distintos actores de los poderes Legislativo y Ejecutivo también acusaron al Poder Judicial de causar “ingobernabilidad” a través de la Sala Constitucional, casi con las mismas palabras que se repiten ahora contra la Corte Plena.
Debemos recordar que una democracia puede sobrevivir con un Poder Ejecutivo o un Parlamento debilitados, pero nunca podría sostenerse con un Poder Judicial maniatado y subrepticiamente condicionado a los otros poderes bajo el disfraz de “evaluaciones de desempeño”. Porque la independencia judicial no es el “privilegio de unos pocos”, como se ha dado a entender irresponsablemente, sino una garantía fundamental de todos los ciudadanos, que conforman la columna vertebral de nuestro Estado de Derecho.