A finales de julio mi esposa se presentó a la clínica Jiménez Núñez con el objetivo de solicitar que se le aplicara la prueba de diagnóstico para COVID-19. Inútiles fueron sus explicaciones de que nuestra hija, al igual que un amigo muy cercano de la familia, habían sido diagnosticados con esa enfermedad, que ella tenía contacto diario constante con nuestra hija para poder atenderla en su cuarentena, e incluso que los primeros síntomas los habían presentado nuestra hija y el amigo de la familia tres días después de haber arribado ella de un viaje al extranjero, por lo que temía ser el vector o portadora del virus que habría ocasionado que ambos hubiesen contraído la enfermedad. También preocupaba a mi esposa que dadas sus funciones en el condominio donde vivimos, pudiese ser medio de transmisión del virus a otros vecinos.
Por toda respuesta lo que obtuvo de quien la atendió fue que, dado que no presentaba síntomas, no calificaba para la prueba, por lo que tuvo que volver a la casa con la incertidumbre inicial y sin siquiera una orden de restricción por conexividad.
Ignoro qué pensará el lector o lectora de este evento, pero en lo personal creo que refleja una actitud muy inconsistente en las prácticas de atención temprana de la enfermedad y prevención del contagio, como inconsistente me pareció en su momento la decisión de que los migrantes en condición irregular no tendrían acceso a las vacunas, lo que no sólo resultaba inconsistente sino una total falta de espíritu humanístico y solidario: ¿Sería posible que cuando emitieron este tipo de medidas nuestras autoridades en salud olvidaran lo que con tanta insistencia habían estado señalando desde hacía dieciséis meses sobre los modos de adquisición, transmisión y contagio de este virus?¿Sería posible que no viesen la conexión existente entre ambas situaciones? Dichosamente días después el presidente de la República anunciaba que se estaban encaminando acciones para que también la población inmigrante indocumentada pudiera ser vacunada.
Pero también inconsistente me ha parecido la decisión de nuestras autoridades de no adquirir ni aceptar otras vacunas que las ya autorizadas por la OMS, dizque para asegurarle a la población el acceso sólo a las vacunas validadas por los principales organismos internacionales de certificación; empero, como bien han argumentado varios especialistas en el campo, en una situación de crisis pandémica, más propiamente sindémica, como la que se experimenta en el país y en el mundo en general, se debe recurrir a todos los medios de inoculación del cada vez más amplio espectro a disposición, pero nuestras autoridades en salud no consideran necesario, apurar trámites para la adquisición de otras vacunas como las chinas ya aprobadas por la OMS, y rechazan la rusa porque, a pesar de su aplicación masiva en América Latina, aún no ha sido aprobada por ese organismo. Entretanto han aprobado, previendo un faltante de envíos de la vacuna AstraZeneca, el uso de la vacuna de Pfizer como segunda dosis, y han estado modificando los intervalos de aplicación entre la primera y la segunda dosis, más en función de la disposición de vacunas y de los cambios en la tasa de reproducción del COVID-19 que de los criterios médico-científicos que suelen aducir.
En fin, y volviendo con nuestra preocupación inicial, lo cierto es que, con un poco de mayor consistencia en el compromiso de parte de nuestras autoridades y funcionarios en salud con los valores de preservación de la vida y promoción de la salud y, consecuentemente, una mayor flexibilidad, posiblemente nuestra hija y nuestro amigo ya habrían estado vacunados y mi esposa con la certeza de ser o no portadora del virus, certeza que obtendría una semana después cuando, luego de perder su capacidad olfativa, acudía nuevamente al centro de salud, esta vez con la suerte de que se le aplicara la prueba, y, con no tanta suerte, de que se confirmara el contagio.

