Opinión

Implicaciones de la pérdida de credibilidad judicial

Pueda que, dado el giro hacia lo personal que han dado algunos aspectos del caso del magistrado Gamboa, muchas personas piensen

Pueda que, dado el giro hacia lo personal que han dado algunos aspectos del caso del magistrado Gamboa, muchas personas piensen que lo que está en juego es la vida privada y la credibilidad individual de esta autoridad judicial. Pueda ser también, que la inclusión de la vida privada sea aquí un acto deliberado para tratar de mover el asunto de lo público a lo privado; por ejemplo, cuando el magistrado se defiende diciendo haber fallado como esposo, pero no como funcionario público.

Sin embargo, hay aquí algo mucho más profundo en juego: la credibilidad misma de una ficción compartida a la que llamamos Poder Judicial, institución en la cual delegamos la última palabra sobre nuestros más graves conflictos personales y sociales. Y es que con mucha frecuencia se pierde de vista un dato trascendental: la credibilidad, en el caso del poder judicial, lo es todo, pues su verdadero poder para impartir eso que llamamos justicia no se lo da, en última instancia, ni siquiera la ley (que es otra ficción), sino la creencia compartida y sostenida por la ciudadanía de que está bien que a esta institución le corresponda esta función y la autoridad para cumplirla.

Puede que a veces se olvide, pero en realidad es la ciudadanía la que da al Estado su autoridad y la fuerza para ejercerla. Si se deja de creer en la legitimidad de una institución, pasa lo mismo que a los reyes de Francia en 1789, cuando la gente dejó de creer en una ficción llamada monarquía y empezó a creer en una nueva ficción sustitutiva llamada república. Los sistemas de administración del poder son nada sin la credibilidad de la gente. El más grande y suntuoso edificio judicial no sirve de nada si la gente deja de atribuir autoridad a esta institución. Cuando alguien tiene un conflicto y acude a un despacho judicial lo hace porque cree que esta institución tiene la legitimidad para resolverlo, a la cual, de hecho, se está sometiendo en este acto.

Posiblemente, como estamos tan acostumbrados a la intermediación de las instituciones en nuestras vidas olvidamos que, al final de cuentas, son un invento nuestro para regular la vida social, cuya existencia depende de esa creencia compartida, desde instituciones como el matrimonio hasta la democracia.

Por esta razón, los actos del magistrado Gamboa o del fiscal Chavarría no se pueden ver como estrictamente privados, pues desde el día en que fueron nombrados en sus puestos de autoridad judicial máxima ya no se representan solo a sí mismos, sino que encarnan en sus acciones, decisiones, omisiones y palabras, el poder que la ciudadanía ha delegado en ellos, aunque esta ciudadanía a veces lo olvide.

Si la gente pierde la fe en el poder que ha delegado en sus máximas autoridades judiciales, estas empiezan a perder su eficacia y finalmente este poder. Si la gente empieza a pensar: “mira a ese juez, no cumple las reglas que yo sí debo cumplir, ¿entonces cómo es que él me puede juzgar a mí?”, entonces no se erosiona solamente la credibilidad de ese juez en particular, sino la del sistema del que este es parte. Se abona así el terreno para que, al perderse la autoridad delegada, la gente empiece a tomarse la justicia en su propia mano, llevándonos a un retroceso civilizatorio de consecuencias perjudiciales para todos, pues se rompe el contrato social tácito que regula la convivencia cotidiana dentro del marco de la ley y las normas culturalmente consideradas deseables.

 

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