En una escena de la película Alexander (2004), dirigida por Oliver Stone, el rey macedonio Filipo II enseña, en el interior de una gruta, al infante Alejandro las imágenes, reproducidas sobre la superficie pétrea, de los héroes Aquiles, Heracles, Edipo, Prometeo, ya convertidos entonces en arquetipos entre los ciudadanos griegos. En el mundo antiguo, nos enseña Mircea Eliade, los actos humanos adquieren su sentido, valor y trascendencia en la medida en que reproducen una acción primordial llevada a cabo en un tiempo mítico por un héroe o un dios. En el caso de Alejandro su modelo perfecto será Aquiles, el héroe de La Ilíada en la batalla de Troya.
Muchos siglos después, Carl Jung sostiene que el hombre moderno conserva intactas en el inconsciente colectivo imágenes ancestrales, arquetípicas, que, de alguna forma, condicionan nuestro esquema de pensamiento y se manifiestan a nivel personal a través de nuestra conducta, miedos, complejos.
En otro plano, la percepción de la realidad, es decir, nuestra conciencia individual, es, según Althusser, una imposición externa al sujeto que ha ido forjándose a lo largo de nuestro proceso gradual de aprendizaje en función de la cultura, religión, idioma y la ideología particular del estado-nación. De esta manera, defendemos ardientemente un conjunto de ideas relacionadas con la patria-nación, la familia o la religión. Ideas que, en nuestra etapa universitaria, tendemos a cuestionar al observar de manera crítica las múltiples injusticias que nos rodean. Es el momento en el que se nos presentan un conjunto de herramientas metodológicas que no solamente explican científicamente la causa primordial de todas las desigualdades, sino que además te ofrecen las armas para revertir esa situación. El marxismo dialéctico y su expresión revolucionaria ha sido una de ellas. A nivel intelectual ofrecía respuestas para todos los posibles interrogantes, cualquiera que fuera su naturaleza. Sin embargo, la realidad empírica ha ido dramáticamente despojando de valor la utopía marxista revolucionaria.
El marxismo, en palabras del brillante historiador español José Álvarez Junco en un reciente artículo, ha sido un mundo mental cerrado, una gruta, donde nos hemos refugiado y donde además se han ido forjando en el camino unos férreos vínculos colectivos difíciles de traicionar. Pero el marxismo no es ni mucho menos la única gruta. Cualquier expresión colectiva surgida a partir de un conjunto de ideas consideradas inmanentes, en muchos casos al amparo de una autoridad moral fuerte, es proclive a ser una gruta. En la medida en que determina y subordina la conciencia individual en torno a una verdad única, donde no hay espacio jamás para la discrepancia. Pueden tomar la forma de sectas, congregaciones o de exclusivos círculos de elegidos donde se relacionan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, ven su canal de televisión y no permiten voces ajenas que les cuestionen su visión del mundo o su reservado espacio íntimo intelectual.
Se pregunta Álvarez Junco por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas. Lo cierto es que en todo momento surgen nuevas e incluso viejas grutas que pensábamos superadas. De esta forma podemos ver en la actualidad expresiones radicales de carácter nacionalista, incluso en algunos países europeos manifiestamente fascista, que han surgido en respuesta aparente a una supuesta amenaza exterior sobre ese conjunto de principios considerados insondables y que sustentan la identidad nacional de un país. ¿Estas expresiones supremacistas de odio contenido o explícito responden a un miedo atávico hacia todo lo ajeno, desconocido o diferente? O, más bien, ¿obedecen a una reacción visceral primaria en un contexto de crisis político-económica, social, cultural, emocional?
Lo cierto es que están ahí al acecho, amenazantes. ¿En qué medida son responsables los estados por habernos inducido de alguna forma esa conducta inexorablemente proteccionista, nacionalista? Esta pregunta en el fondo nos lleva a plantearnos si el sistema educativo ha sabido adaptarse al nuevo paradigma de un mundo global. Es evidente que no. Por lo tanto, ¿cómo lograr una conciencia ajena a dogmatismos? ¿Cómo escapar de las grutas? El impulso será necesariamente individual, en soledad, con espíritu libre, afrontando un trayecto vital de autorrealización personal, como el héroe clásico o, por ejemplo, el Siddhartha de Hermann Hesse, aceptando, como el protagonista, el amparo moral de un arquetipo benefactor.