No le puedo decir “gracias, profe”, porque usted siempre reclamaba que no nos decía “estu” y eso era una falta de respeto. Le escribo, profesora Laura Urrutia, porque me he enterado tristemente de su partida y con usted siempre supe defenderme mejor por escrito.
La juventud no siempre permite valorar a los mejores maestros, y en el Colegio Madre del Divino Pastor, usted sabía que solo el tiempo hacía que sus estudiantes pasaran de temerle, a admirarla y quererla con su estilo tan particular de impartir la clase de Artes Plásticas.
En sus enciclopédicas clases había que estar bien sentado, pedir la palabra y pensar muy bien lo que se le iba a responder. No soportaba los trabajos ni las explicaciones mediocres, pero el peor de los dibujos se podía ganar su respeto si había un concepto inteligente o una muy buena explicación detrás. Ganarle una discusión, bien argumentada, era sin duda una de las mayores victorias que un estudiante suyo podía cosechar, y a usted le gustaba eso.
En su clase había teoría, historia y concepto; pero sobre todo había siempre una elocuente exposición que nos llevaba de un tema a otro: desde la realidad política del país, hasta la porquería que vio en televisión el día anterior; siempre con esa mirada crítica, ácida y diferente que nos abrió la mente.
Detrás de su gesto severo había un humor muy fino, que nos sorprendía con algún comentario hilarante o la crítica sin rodeos que nos hacía reír. Ante su verbo no quedaba cuerpo con cabeza y con usted se aprendía a utilizar con cuidado las palabras.
Aún recuerdo el día en que, siendo un colegial de 15 años, se me ocurrió decir que algo era “grotesco” y cómo usted me hizo ir hasta la biblioteca a buscar en un diccionario la palabra, para que supiera bien lo que estaba diciendo.
Desde entonces, y hasta hoy, siempre tuve que cuidar cada palabra que puse, porque resultó que usted era desde siempre una fiel lectora del Semanario UNIVERSIDAD. Desde la primera nota que publiqué aquí como periodista, usted me hizo saber que me estaba leyendo en estas páginas que tanto respetaba, sin esconder un dejo de orgullo por eso.
Cada cierto tiempo me entraba la llamada de un número que, aún no sé por qué, nunca guardé. Usted siempre se identificaba por si ya no la reconocía (aunque su acento chileno la delataba) o por si la había olvidado. ¡Alguien como usted es difícil de olvidar, querida profesora!
Tuve entonces la dicha de tener con usted esas largas conversaciones por teléfono y escuchar otra vez su crítica ácida, su humor fino y hasta su corrección para mí o para el periódico en las cosas que no le parecían.
Hace tiempo que no sabía de usted, y le debo confesar que hacía días estaba esperando la llamada del número que nunca guardé, para escucharla nuevamente y proponerle que nos viéramos en ese café francés del que siempre me hablaba.
Pero el tiempo me ganó y hoy me entero de su partida. Me quedo con el sinsabor de las conversaciones pendientes, pero también con el agradecimiento por las lecciones que no están en los libros y por el cariño que a su manera siempre me expresó.
Me despido en estas páginas porque sé que fueron tan queridas para usted como lo son para mí, y porque siempre fueron la forma que usted tuvo para saber en qué andaba “el niño Córdoba”.
Por todo eso, muchas gracias, profesora Urrutia.