Opinión

Goza, llora, maldice y ama

La existencia es una vulgar cadencia de faenas carentes de más placer que el rutinario.

La existencia es una vulgar cadencia de faenas carentes de más placer que el rutinario. Un ordinario transcurrir entre lugares y personas que solo nos adormece entre sus costumbres. El tiempo nos resulta así oneroso. Nuestros días se tornan largos y aburridos.
Nacidos de la pasión poco a poco nuestro fuego se apaga. La muerte se nos reúne por medio de la vejez del cuerpo para recordarnos nuestro concluyente próximo encuentro. La conciencia proclama apesadumbrada que el existir no es más que un simple acontecimiento biológico, a la altura de las bestias, no de los hombres. Los hombres somos las únicas criaturas que sabiendo como cierto que vamos a morir, logramos trascender a su entrevista.
Consciente de ello nuestro espíritu se inquieta, mira a su mundo y en el entorno solo ve con repugnancia el mediocre espectáculo de lo que es común en la conducta de los más vulgares hombres: el vacío de las esperanzas y la futilidad de los esfuerzos. El hombre vulgar es estéril.
Mediocre al fin, como el común de los patanes, aquel tosco solo logra refugiarse de la incertidumbre que le representan los demás, entre clamores de condenas y deseos de castigo. La cadencia de su mundo lo precipita a su decadencia y lo acicala con la pasión de gozar de los ajenos escarmientos. Solipsista, como lo es el individuo en su vulgar tráfico diario, recurre al subterfugio de la religión tradicional y su doctrina para lograr justificarse.
Alborozado condena y censura, pero de modo culto y recatado, en voz baja, más bien murmurante, deseando el castigo ejemplificante de la expulsión de la tierra para quienes no se comportan como deparan las buenas costumbres y los gestos elegantes, justamente nosotros, los otros, sus condenados al destierro con la Bestia.
Su condena arroja al otro fuera limitaciones de la existencia acostumbrada y la invita a ser otra. Lo que se es ya no tiene por qué ocultarse. Los hijos de Caín tienen ahora la prerrogativa de asignarles significado a sus tiempos. Alguna razón para poder sobrevivir al arrebato de poder ser en el lugar donde están. La miseria de las justicieras condenas a muerte sentencia al otro a buscar una razón para vivir.
El espíritu rebusca en la penumbra de los compases usuales. Encuentra en el modo de resolver sus cuitas el modo de sobrevivir a su expulsión del mundo. Actúa por medio de prioridades y expectativas. Se abre al tránsito entre diversos lugares de ser y momentos de estar. Baila en un bullir de emociones y cuerpos, se siente al fin vivo. Goza, llora, maldice y ama.
Su danza les resulta trivial a quienes zapatean el compás de finalidades obligatorias y miserables actitudes moralistas. Los hombres mediocres no son más que animales de costumbres. No comprenden, por ello mismo, la fuerza que lleva al otro a crear la razón de su vivir: su rebeldía.
Consciente de su expulsión del mundo, el otro no pide absolución de su pecado, lo goza. Ahora, ante los que le condenan, es un nuevo tipo de hombre, uno al que no le importa ya la excomunión, pues la razón de su ser mismo es su subversión de los lugares, de los actos de buenas costumbres, los pensamientos recatados, de los discursos elegantes y momentos acostumbrados. Enalteciéndose por medio de una actitud diferente el hombre rebelde se da a sí mismo un alma, constituye su vida.
Se coloca por encima de la condición del simple animal.
Transforma el entorno a través de la reformulación de significados y realidades. Se abre a la vivencia de otros rincones, lugares y momentos. Transcurre su tiempo en el espacio de vertiginosas experiencias fundidas con emociones intensas. Roza con su cuerpo lo que es diferente y le seduce. Forja altivo los ideales que lo dignifican.
Se vive en la apertura a lo diverso. En el tránsito interfronterizo entre múltiples formas de ser y estar se sobrevive a la indignada convulsión a través de la integración de los condenados.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido