“Finjamos lo que somos, seamos lo que fingimos”, escribió Calderón de la Barca en El príncipe constante. Esta sentencia, tan cargada de ambigüedad y profundidad, resuena con fuerza en la actualidad de la Universidad de Costa Rica. Desde distintas posiciones institucionales —incluyendo exrectores, directores y docentes— se apela constantemente a la unidad, al respeto por el debido proceso y la defensa de la imagen institucional.
No obstante, resulta ineludible cuestionar si es posible ocultar la profundidad y complejidad de los problemas estructurales, mediante una narrativa de vulnerabilidad institucional que, lejos de abrir espacios de diálogo, tiende a reforzar zonas de confort individuales y colectivas.
En esta lógica, la frontera entre lo público y lo privado se vuelve cada vez más difusa, mientras se amplía la brecha entre “nosotros” y “los otros”. La legalidad parece erigirse como justificación suficiente, incluso cuando se vulneran principios éticos y organizativos fundamentales del Estatuto Orgánico.
Desde una mirada crítica, respaldada por marcos teóricos y metodológicos sólidos, el proyecto educativo actual muestra signos evidentes de desarticulación. La palabra “desmalazado”, que Cervantes empleó en Don Quijote para aludir a aquello que ha perdido vigor o se halla en desorden, parece describir con exactitud el rumbo universitario: fragmentado, sin hilo conductor, desprovisto de una visión compartida que articule futuro y compromiso colectivo de la comunidad académica con la institución y con la sociedad.
En los últimos años, reformas al régimen académico han debilitado la institucionalidad, como la incorporación de la figura del docente temporal, que compromete la estabilidad y el desarrollo profesional. También preocupa la definición salarial, que prioriza cargos administrativo-docentes —como las decanaturas— por encima de la equidad, el mérito académico y la responsabilidad social.
También, preocupan acciones administrativas como la creación de carreras sin objeto de estudio claro, sin análisis de viabilidad ni vínculo con las necesidades locales o profesionales, muchas veces por clientelismo académico; y la oferta de capacitaciones docentes centradas solo en la instrucción, sin bases pedagógicas sólidas, que reducen la enseñanza a un proceso mecánico, competitivo y descontextualizado. A esto se suma la priorización de la publicación académica por sobre la docencia y la acción social. Además, la proliferación de posgrados desvinculados de la investigación debilita la formación, fragmenta esfuerzos y reduce el impacto académico y social, junto con certificaciones de calidad que desgastan al profesorado, encarecen procesos académicos en métricas poco útiles para la docencia.
Estas políticas y acciones refuerzan una lógica de precarización, mercantilización y control de la docencia, imponiendo una visión tecnocrática de la universidad centrada en la productividad y la competitividad.
Esta lógica debilita la autonomía del profesorado, limita la libertad de cátedra y consolida estructuras jerárquicas que afectan su identidad y dignidad profesional. Dicho modelo ha consolidado lo que puede denominarse un “capitalismo de burbuja”, generando una condición de residualidad tanto interna como externa y sosteniendo las raíces estructurales del conflicto social. En este contexto, la universidad se aleja peligrosamente de su aspiración a ser un espacio ético, emancipador y transparente, y también de su capacidad para incorporar, en sus acciones sustantivas, los desafíos que impone la innovación, flexibilización e implementación de la inteligencia artificial en el proyecto educativo y la propuesta de carreras del futuro.
En este panorama, el giro necesario ante el desmalezamiento institucional consiste en asumir una pedagogía de la resistencia y la hospitalidad: cuidar y acompañar la reflexión crítica, fomentar la acción consciente y colectiva, y resistir activamente la deshumanización, la mercantilización y el autoritarismo.
Tal como lo expuso Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, la “banalidad del mal” se manifiesta cuando personas comunes contribuyen a sistemas injustos sin cuestionarlos, actuando por obediencia o rutina, sin mediar pensamiento crítico. Fingir lo que se es y ser lo que se finge, como advirtió Calderón de la Barca, representa una de las formas más insidiosas de esa banalidad, sobre todo cuando quien finge ostenta responsabilidades institucionales adquiridas mediante procesos democráticos.
La resistencia y la hospitalidad, en este contexto, no constituyen actos marginales o románticos, sino movimientos profundamente políticos, urgentes y necesarios para salvar a la universidad pública y contribuir a la construcción de una sociedad libre, pluralista y democrática.

