Opinión

Fingimientos del totalitarismo de nuestro tiempo

Columna libertarios y liberticidas (32). Tercera época.

Cualquier intento de plantear siquiera como existente determinado tema, o dimensión de la realidad que se salga de los cánones o versiones preestablecidas por las gentes que conforman los poderes fácticos, le acarrea al transgresor una interminable cantidad de epítetos, incluso relacionados con su vida personal, aflorando el odio hasta dimensiones insospechadas, sobre todo en las llamadas redes sociales. Todo esto implica la existencia de un culto descarado hacia la mentira, como una parte esencial de eso que ahora llaman la posverdad, sin tener en cuenta las afirmaciones, argumentaciones o demostraciones de quien se atreva a salirse de la unanimidad establecida dentro de lo asumido como “políticamente correcto”, por parte de la gran mayoría de la población, la que viene siendo hábilmente manipulada por los medios corporativos de la gran prensa escrita, radiofónica o televisada, aunque buena parte de ella se sume en la indiferencia de una manera inconsciente.

Los reporteros y entrevistadores de esos medios, en realidad meros apéndices del capital financiero, se han convertido, ni más ni menos, en los operadores políticos por excelencia del conservadurismo y de la ultraderecha totalitaria en este cambio de siglo, mientras que buena parte de las gentes de la llamada izquierda ni siquiera atinan a reaccionar y tampoco logran entender el fenómeno en su totalidad, mucho menos en lo que se refiere a sus raíces en el pasado, dentro del tiempo de la larga duración histórica. Su anclaje en una especie de presente continuo, a la manera anglosajona, ha terminado por reducirlos a la inmovilidad, a la indefensión o incluso los ha llevado a hacerle el juego a sus declarados e implacables enemigos. La falta de profundidad en el análisis de la atmósfera política prevaleciente, tanto en términos coyunturales como estructurales, cuando no su manifiesta ausencia, les impiden salir del fango de la politiquería de lo puramente contingente, de ahí su ausencia de metas que les permitan salir de su manifiesta crisis, sus voceros si acaso alcanzan a mostrar una cierta nostalgia hacia un pasado que ya no mantiene ninguna relación de correspondencia con la realidad, de ahí que buena parte de los “progres” y una cierta izquierda boba han terminado por hacerle el trabajo a la llamada “derecha”, tampoco exenta de la acelerada decadencia que ha terminado por afectar a todo el espectro político, dentro del que ya no hay partidos políticos, sino meras franquicias electorales, donde se afinca la corrupción más desenfrenada.

Sucede así que las prioridades en materia de información e interpretación de eso que llamamos eufemísticamente “la realidad”  están en manos de quienes de verdad mandan en nuestros países, no precisamente los presidentes de la república o los políticos circenses a su servicio, más o menos encubiertos, a pesar de los telones de humo de los discursos que acostumbran a lanzar con cierta periodicidad.

Los rasgos más refinados del totalitarismo contemporáneo residen en esa capacidad para distorsionar lo que ocurre: sin necesidad de acudir a la brutalidad, o a la violencia física descarnada propias del fascismo italiano, español o alemán de hace un siglo, sus cultores se llaman o se consideran a sí mismos como demócratas o califican a sus prácticas detestables como “democráticas”, aunque en realidad no pasan de ser las de puños de hierro con guantes de seda, para el caso.

Estos liberticidas, enemigos descarados de cualquier tipo de libertad para los seres humanos de carne y hueso, pretenden establecer una tutela sobre nuestros pensamientos, o al menos intentan, con cierto éxito, evitar que nos expresemos en voz alta. De esta manera, en la España de la falsa transición a la democracia, se pena hasta con cárcel a quienes se atrevan a ironizar al corrupto monarca, impuesto por el déspota Francisco Franco, poco antes de morir, y en la poscomunista y católica Polonia hoy se pretende castigar a quienes ironicen sobre las prácticas de esa Iglesia y sus jerarcas, los que, por lo general, no se han caracterizado por ser ejemplares “demócratas” o algo parecido.

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