Opinión

Filosofía del insulto

Resulta un tanto –en realidad demasiado– ambicioso llamar filosofía a una crestomatía comentada, pero, en la medida en que una cuantiosa porción de las citas pertenece a pensadores...

Resulta un tanto –en realidad demasiado– ambicioso llamar filosofía a una crestomatía comentada, pero, en la medida en que una cuantiosa porción de las citas pertenece a pensadores, en que –depende de a quiénes se ausculte– se cavila “el ser” de la deslegitimación (o bien, tras ella) y en que vuelve al artículo un poco más llamativo, podemos dejar pasar por nimiedad, la fatuidad del título.

En un contexto –y, siguiendo a Láscaris, una idiosincrasia– en la cual el encomio es más la excepción que la regla, se vuelve pertinente reflexionar sobre el papel que juega el baldón en el diario acaecer.

El denuesto es natural al hombre en cuanto animal social, puesto que es un método de defensa. Incluso, Schopenhauer en su Historia de la filosofía define al dicterio como “la muestra más clara de inequidad intelectual”, ya que es un reflejo ante el peligro. Así como cualquier presa huye de su depredador, los instintos humanos, al notar indefensión argumental, nos hacen responder con afrentas como último recurso. Esto es apodíctico, ¿o qué? ¿Se me negará que hasta el más egregio y respetuoso de los tertulianos ha optado por el ad hominem cuando el ad rem no da más de sí?

Empero, el insultar nos es útil como medio de escape no solo ante la inferioridad, sino también como un proceso catártico y, en general, curativo. Tras ello, no solo hay conjeturas respecto al alivio que usualmente representa “soltar una mala palabra”, sino que incluso un estudio de la Universidad de Keele demuestra que decir groserías puede aumentar la resistencia al dolor.

Pero, más allá de la supervivencia y la tranquilidad, se han de destacar circunstancias académicas e interpersonales. Lo primero porque –parafraseando a Hegel– es más fácil criticar que crear, y el argüir contra un sistema filosófico no implica su comprensión. Lo segundo porque –sobre todo en las redes sociales se ha hecho palmario– los múltiples debates de la cotidianidad en sendas ocasiones llevan a dar primacía a la forma ante el fondo, por lo cual recurrimos al vituperio con el fin de que nuestros planteamientos no se vean condenados al ostracismo en medio de una disputa (y ello no hace más que retratarnos como los idiotas, ya manidos, a los que Eco hacía referencia).

Por otro lado, el insulto es necesario como pocos elementos coyunturales lo son: es un aparato de denuncia cuyo impacto es superior al de registros altisonantes. Aunado a esto –y volviendo a Hegel–, el concepto es el método por el cual el pensamiento deviene en concreto y empieza a actuar; ergo, si un sátrapa actúa como tal, merece (debe) ser definido bajo términos que solo el oprobio puede brindar.

En resumen, como buena parte de todo en la vida, la deslegitimación es un arma de doble filo. Todo depende de la responsabilidad del hablante y, aunque no sea de recibo para algunos admitirlo, del espíritu de la época (para pruebas el vigésimo noveno artículo constitucional y los cambios lingüísticos que propician que prácticamente lo que sea empiece a ser una ofensa o deje de serlo). Sin embargo, para nadie es un misterio que “nuestro derecho a mover los brazos termina donde empieza la nariz del otro” (Butler), pero hay narices más largas que otras… y, no pocas veces, hay algunas que merecen mucho más que dos brazos cerca.

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